viernes, 20 de abril de 2012




BAUTIZO DE PEQUEÑO TEATRO
Anacleto Morones


Había roto con mi mundo juvenil y ahora de regreso en Medellín era un inmigrante en mi propia ciudad. Había abandonado la universidad sin trámites, con la certeza de la revolución y del teatro y ahora aunque quisiera me era moralmente inaceptable y jurídicamente imposible volver a ella. Los amigos del barrio me miraban con el recelo propio de un descarriado y la familia con la conmiseración del hijo pródigo.
El camino entre la Flota Magdalena y mi casa -como siempre hemos llamado la casa paterna- lo recorrí como lo hacen los flagelantes de Santo Tomás los viernes de Pasión, dos pasos adelante, un paso atrás. Cuando avanzaba sentía una cierta alegría por volver a ver a Gabriela y a Gregorio -mi mamá inconsultamente había bautizado al crío por el rito católico y no estábamos en posición para discutir nada, y cuando me detenía o retrocedía sentía una profunda pena por mi incapacidad, una vergüenza por mi derrota y terror por el día siguiente.
El Poblado era en ese entonces un barriecito bucólico en donde todos éramos familiares y en donde desde los choferes de los buses hasta los loquitos callejeros saludaban de nombre propio. La última cuadra antes de llegar a la casa la recorrí paso a paso presintiendo las miradas de doña Cecilia Fonnegra, de las beaticas Faciolince, del padre Palacio y del padre Botero, de doña Pastorcita, de misia Saturia y de misia Edelmira y de todas sus descendencias y ascendencias que ya estaban enteradas de las vicisitudes del hijo de Marielita que se había enloquecido por estudiar en la Universidad Nacional, había tenido un hijo con la hija de un señor Escobar de Andes y que ahora regresaba para hacer sufrir a esa familia como ha sido de buena.
La entrada a la casa fue la confirmación de la derrota, nadie dijo nada. La magnanimidad de los vencedores hace más humillante el estado de desgracia. Todos me esperaban, me tendían los brazos, me ofrecían consuelo y comprensión. Gabriela me miró con sus desmesurados ojos saltones, que ahora en la llamada dieta estaban enmarcados por unas profundas ojeras, y me ofreció al niño solicitando un reconocimiento tal vez o exigiéndome la aceptación de la nueva y humillante situación. Ahora mi casa, que ya no era mi casa, la sentía extraña. Fuimos a vivir al cuarto en donde yo había nacido veintidós años atrás.
Encerrado en una pieza con una reliquia de máquina de escribir los días eran infinitos, las horas de comida y el encuentro con la familia sacrificios y la presencia de la maternidad un torturante llamado a una responsabilidad que no quería aceptar.
Pasaron eternidades. Me hice viejo en días y al fin acepté trabajar con Ignacio Sanín, un primo y amigo de la niñez, ahora convertido en gerente de una gran empresa funeraria y en el más arrogante de la familia más arrogante. Sentía que el castigo iba a ser del tamaño de la aventura y haciendo el llamado a la resignación cristiana emprendí mi carrera de empleado.
Asistente de este joven y exitoso ejecutivo que gerenciaba las empresas de su suegro, ejercí los oficios más desconocidos para mí: cuadrar un balance, asistir a las reuniones de vendedores de tumbas y ayudarlos con sus manuales y materiales de ventas; con la incipiente tecnología de computadoras sistematizar una cartera de más de tres mil clientes; tramitar las escrituras de las tumbas en las notarías; manejar un equipo de cobradores, preparar los materiales gráficos para las juntas a las que asistía el doctor Sanín; volar en cuadro para liberar de responsabilidades a Rosa Helena, la administradora de la casa de velaciones, cuando una noche de domingo llegaron con el primer mafioso asesinado en Medellín y tenían convertida la sede funeraria en un conciliábulo en donde no faltaba sino don Vito Corleone; reforzar a Hildebrando, en el jardín cementerio, cuando llegaron con el entierro de un chofer de Manrique que se había matado el día anterior pasándose de tribuna en el concierto de la Sonora Matancera y que ahora paseaban su cadáver en silla de mano al son de “Quiero decirle adiós a mis muchachos”. En fin, cumplía el doctor Sanín su sentencia: “Aquí te voy a reeducar para que dejes esa bobada del teatro.” ¡Tantas veces había oído eso!
Afortunadamente ese ajetreo de empleado de confianza lo mezclaba clandestinamente con mi actividad de teatro en las noches y con los encuentros con mis viejos compañeros de La Brigada y del M.O.I.R.
No hay en el mundo nada más apasionante que hablar de política, sobre todo cuando uno tiene veinte años. Revivimos la vieja costumbre de las interminables tertulias de Versalles en donde consumíamos tinto por litros y cigarrillos por kilos y en donde despachábamos dia-riamente desde las tácticas de Churchill para el Día de la Victoria, la Línea Maginot, el Cerco de Leningrado, la Guerra Fría, “Yo soy Francia”, hasta los más triviales cambios y luchas internas de las organizaciones políticas del país: que el P.C. de C., que el P.C.de C. (M.L.) y su E.P.L., que el B.S., que el P.S., que el E.L.N. (camilista) y el no camilista. Saturados en fórmulas químicas y galimatías alfabéticos terminábamos hablando de cine, de arte o de literatura pero siempre prendidos de la epopeya social del Guernica o de Los Fusilamientos de Mayo, de El Canto General o Mayakovky; de Las Uvas de la Ira o Reportaje al Pie del patíbulo; de El Acorazado, Octubre o de El Cuarteto para el Final de los Tiempos.
En esa habladera huía de mi mundo y soñaba con el teatro.
 “Ignacio: Necesito una licencia para ir al Festival de Manizales.”
Sin puesto en Montesacro regresé ocho días después para dedicarme definitivamente al teatro. Terminó así mi corta carrera de empleado por desconocer la autoridad del arrogante primo-gerente que me había negado la licencia.


II

El montaje de Anacleto Morones estuvo rodeado de cosas maravillosas.
La versión del cuento la había escrito en mi ostracismo después de mi regreso de Barranquilla. Rulfo se me había vuelto una obsesión y aunque ya habíamos trabajado uno de  sus  cuentos  en  la  Universidad  Nacional –“Paso del Norte”, bajo la dirección de Jairo Aníbal Niño- , Anacleto se me revelaba como un texto escrito para nuestra pacata e hipócrita realidad. Un texto de una profundidad sorprendente bajo esa capa de sencillez y de calma que es toda la obra de Rulfo. La palabra exacta, el lenguaje exacto.
Pero proponer en el seno de un grupo orientado por un fundamentalista marxista un texto como “Anacleto” era someterse a un intenso debate. Los restos de la vieja Brigada, si es que eran restos, en manos de Efraín Castellanos, un destacado militante del M.O.I.R. de la gélida y teatral Manizales, que había sido desplazado a Medellín, estaban convertidos en una célula de discusión de las políticas partidistas y la actividad creativa  había cedido a la especulación propia de los “profesionales de la revolución”. El grupo que ahora se llamaba “Columna de Fuego” estaba conformado por jovencitos apasionados entre la marihuana y el marxismo y su jefe, un rollizo militante que se movía con certeza entre los organismos del partido, había garantizado las asociadas fuerzas del frente artístico para otras tareas del M.O.I.R. Era tal la ceguera y tal la ignorancia de la dirección regional y del ungido en “Columna de Fuego”, que los las obras y los textos eran desahuciados porque en ellos no se trataba el problema obrero o el problema agrario y en últimas porque en ninguno de esos textos figuraba el programa del partido.
Una organización artística como una política merecen hombres de altísimo vuelo intelectual y cultural y nosotros,  hijos de esta pobre socie­dad,   inmersos  en  la  ignorancia,  nada podí-amos hacer contra el sino de la incultura. Al arte y a la política les ha tocado en este país enfrentar una lucha desigual entre la ignorancia y la inteligencia. Pero las maquinarias se imponen y derrotan fácilmente cualquier llamado a la reflexión por fuera de los férreos principios de una organización.
Sometidos a la gayola del regional y de su secretario Alfonso Calderón, ninguna organización de ningún tipo podía producir nada bueno. Como en efecto no lo produjo. Cuando unos pocos convencidos de la necesidad de montar una obra de arte y abandonar definitivamente los panfletos ilustrativos de las tácticas políticas, logramos ponernos de acuerdo en el seno de “Columna de Fuego”, su orientador político  se aparece al primer ensayo con las obras de Marx, Engels, Lenin, Stalin y Mao para esclarecernos “el tratamiento correcto de las contradicciones en el seno del pueblo”, el problema de la religión a la luz del marxismo y condenar a Rulfo por su “Anacleto Morones” como reaccionario. Comisarios políticos de la más baja preparación intelectual anatemizando a escritores venerados y consagrados no podía ser un buen principio. ¡Tantos errores se han cometido a nombre de la verdad y la justicia!
Desesperado de aguantar tanta bobería, decidí inconsultamente romper esa célula y emprender el montaje de Anacleto Morones. Ya me había sometido por más de seis meses a acuerdos de todo tipo: Que Castellanos dirija políticamente la célula, que Eduardo Cárdenas -otro sobreviviente de la vieja "Brigada"- dirija artísticamente y yo acepté ser una especie de fiscal, al fin de cuentas no contaba con fuerzas internas y menos externas, no tenía el beneplácito de la dirección pues había abandonado la estratégica Barranquilla y ahora era señalado como "un pequeñoburgués de poca moral proletaria".
Estábamos en la casa-comando del M.O.I.R.
-"Quienes estemos de acuerdo con empezar esta misma noche el montaje de Anacleto Morones, pasamos al patio de atrás, los otros se pueden quedar sentados en esta mesa."
Eduardo, Efraim Hincapié, John Jairo Mejía, Óscar Muñoz, Jorge Villa y yo, en la primera reunión en el patio trasero de un comando político para fundar un nuevo grupo de teatro. Habíamos roto con el principio del centralismo democrático: una pequeña minoría había impuesto su voluntad: ahora despectivamente éramos llamados los del pequeño teatro, nombre que acogimos además como homenaje a Stanislavsky  y al   Teatro de Giorgio Strelher. Y ahora sí, fuera de la égida de Don Efraín y de Don Alfonso a quienes les cedimos amable y caballerosamente la mayoría, y ahora fuera del comando del M.O.I.R. empezamos el montaje de la tan ansiada obra de Rulfo.
La dirección no había que discutirla: El Enano Villa apenas si cumplía los catorce años, John Jairo se debatía entre el teatro y la Facultad de Derecho, Óscar no tenía debate (sólo la marihuana), Efraim, el llamado Maestro, no porque en realidad lo fuera -que no era maestro sino en el billar y en la vagancia- sino por el personaje que había interpretado en “La Madre”, y yo que nunca había dirigido una obra de teatro y a estas alturas ni siquiera sabía qué era un escenario. Sólo Eduardo era el llamado por edad, dignidad y gobierno a dirigir el nuevo grupo que habíamos fundado: Pequeño Teatro de Medellín.
Con esta hornada de celebridades comenzamos la aventura, y reza en el acta de fundación: hacer del teatro una profesión respetada y respetable, darle a la ciudad una temporada permanente de teatro y dotar a la naciente entidad de una sede propia y apropiada. ¡Nada!
Medellín se debatía entre ser la capital industrial del país y la aldea más conservadora del hemisferio occidental. La vida cultural nacía en la misa de cinco, pasaba por el ángelus y terminaba en el rosario nocturno. La llamada cultura paisa era y sigue siendo hoy la expresión más atrasada y chauvinista de toda la nación. La ruana, un trapo con un hueco, prenda de una simpleza paleolítica, los paisas la elevan a la categoría de capa; el aguardiente, un dulcete alcohol anisado no lo bajan de ambrosía; la arepa y los frisoles de maná; el carácter tramposo de berraquera (o verraquera) y así todo ha sido pervertido,  y justificando la incapacidad de crear una verdadera sociedad moderna, aún en los finales del siglo XX y continuará así en el XXI, todo en nuestra tierra es el canto lagrimero del poeta de la raza “de una Antioquia grande”, de la nostalgia de un pasado rupestre.
Encerrados y aislados entre montañas, para el paisa los confines del universo son Puerto Berrío, La Pintada, Caucasia y Ciudad Bolívar. La cerrazón mental compite con el confinamiento geográfico. Las penúltimas ideas de la humanidad aún no han llegado a Medellín y temo que tarden en llegar.
El punto culminante de la cultura paisa lo protagonizaron los llamados nadaístas, una horda de dementizados con pretensiones poéticas, alumnos y sucesores del filósofo de Envigado que más pasó a la historia por usurero que por ingenioso: escupiendo hostias, fumando marihuana y repitiendo versos de Bob Dylan creyeron romper las ataduras ideológicas y terminaron los más de ellos de poetas-publicistas sin que nada bueno ni malo le pasara a la timorata sociedad.
Hacer teatro en una región así no pasa de ser una osadía juvenil o una locura cabalgante. El teatro como una de las más altas expresiones del espíritu en donde están comprometidas todas las fuerzas y formas de la creación, exige al menos un territorio sano y el nuestro no lo era.
Ingentes esfuerzos de solitarios nos precedieron y rotundos fracasos nos antecedieron, pero éramos lo suficientemente jóvenes e ilusos para proponernos hacer teatro en Medellín.
Dejemos aquí las disquisiciones socio antropológicas, porque quiero conservar algunos amigos y volvamos a Pequeño Teatro y a enero de 1975.
Empezamos nuestros ensayos en la Universidad de Antioquia, que era un territorio conocido y conservábamos buenos amigos de la época del teatro universitario. Gustavo Yepes, profesor de música y hermano del más gratuito de todos los enemigos que nos habíamos granjeado en aquel entonces nos prestaba las llaves de su oficina-salón para que allí ensayáramos todas las noches después de las seis de la tarde. Y realmente sí estábamos ensayando, pues no sabíamos ni por dónde empezar. Devorábamos textos teóricos sobre técnicas teatrales, consumíamos literatura mexicana, de la buena y de la mala y leíamos y releíamos hasta el último estudio sobre las revoluciones mexicanas. Expertos en Juárez, en Madero y en Hidalgo, en Zapata y Pancho Villa, en Maximiliano y don Porfirio fuimos creando el espacio propicio para el montaje de “Anacleto Morones”. Sólo teníamos ahora un problema: la congregación de Amula, un grupo numeroso de mujeres que eran los personajes de la obra. Beatas llenas de mundos femeninos, desde los eróticos hasta los del arrepentimiento y nosotros un grupo de macho-solos para enfrentar la obra.
Pedro Arias, un joven culto y desadaptado que nunca había hecho teatro se sumó a la tropa y con él completamos el recortado elenco para hacer, aun doblando roles, los personajes femeninos del coro de rezanderas de Amula.
Horas y noches de trabajo, bajo la dirección de Eduardo, buscando el tono esperpéntico de aquellos personajes tan conocidos por nosotros pero tan complejos y lejanos. Mujeres llorosas implorando la canonización del santero para descubrir a cada instante que no eran más que sus amantes y compinches de trapacerías.
Era nuestro mundo: ¿quién no recordaba las tías rezanderas pueblerinas que en cada avemaría estaban recitando los pecados juveniles en los zaguanes de las casas o las furtivas escapadas a los solares con sus galanes que las abandonaron por las citadinas?
Vestidos con las batas, batolas, faldas, blusas, mantillas y chales de las tías de John Jairoque vistieron de luto desde niñas, Eduardo era la Nieves abortosa, Jorgito, la huérfana muda; Efraim -El Maestro-, la Pancha Fregoso, jefe de la rogativa y que terminaba acostándose con Lucas Lucatero; Óscar, la sifilítica Micaela y yo hacía una beata igualita a mi tía Maruja, la de las piernas gordas. Sólo se salvaron del mundo femenino John Jairo y Pedro que se negaron al ridículo.
Suave montaje el de Anacleto, sin discusiones bizantinas, sin ningún tinte intelectual, sólo el trabajo con el cuerpo y con la voz, sin imposturas y casi sin actuar. Salió un producto fresco, nuevo para ese teatro contaminado de panfleto ramplón y de artificio estético. Una obra crítica que nos enseñó a mirar la profundidad política del teatro. Y era Rulfo.


III
El estreno de Anacleto fue un torneo. La liza: el inmenso teatro Camilo Torres de la Universidad de Antioquia. La fecha y hora publicadas en edictos de carteles Horche. Los contendientes: de este lado del escenario Pequeño Teatro de Medellín y del otro furibundos moiristas. Los testigos del duelo: el público universitario que agotó las localidades. Se cumplió con el protocolo de este tipo de espectáculos, sonaron los tres timbres y la sala quedó a oscuras.
Hacía tanto tiempo que no sentíamos la sensación que produce el tercer timbre, habíamos perdido más de dos años en discusiones estúpidas. Alejados del escenario y del mundo que nos apasionaba  estallamos en abrazos y la obra se inició con el contenido ritmo de un largo combate.
El tugurizado teatro de la de Antioquia conservaba en sus paredes los rastros de nuestras mismas batallas estudiantiles que ahora nos correspondía cubrir con trapos viejos que fungían de telones, con improvisados paneles que habían sido nuestras trincheras y defensas en las largas pedreas con la policía en la lucha estudiantil cultural más intensa que había tenido el país. En el teatro rebotaban todavía ecos de los trémolos agudos de Amílcar Acosta, de Marcelo Torres, de Moncayito y las consignas enfrentadas, los insultos de maoístas a revisionistas y de todos al unísono contra los trostkistas de las asambleas universitarias o de aquel Sexto Encuentro Nacional Estudiantil.
La dotación técnica del teatro estaba signada por una pobreza antológica: el piso del escenario -las sagradas tablas del actor- estaba convertido ahora en una trampa de remiendos podridos, pues el sótano del teatro permanecía inundado desde la construcción de la universidad; por alguna razón no se dieron cuenta de que el nivel freático estaba por encima del subterráneo por la vecindad del río Medellín, y así  el teatro, que además no tenía camerinos ni muebles sanitarios, disponía de una cloaca inmensa en donde todos los actores íbamos a descansar con el segundo timbre.
El equipo de iluminación para el lanzamiento de Pequeño Teatro y para el estreno de Anacleto Morones emulaba en desarrollo y tecnología con una máquina de moler: unos infames tarros de galletas con bombillos de 100 vatios que a duras penas alcanzaban a confirmar su naturaleza en aquella inmensidad de escenario y que se prendían y apagaban de un armatoste eufemísticamente llamado control de luces.
La producción de la obra competía en boato con el destartalado teatro. Una silla de burócrata antiguo que a nadie se la habíamos pedido prestada a perpetuidad en el Politécnico, una red que simulaba el corral de las gallinas de Lucas Lucatero, una esquina de chambrana campesina en macanas que para la destreza y habilidad manual de los integrantes del nuevo grupo nos parecía una obra de ingeniería, un teloncito de tres por tres enjalbegado a la usanza de nuestras casas campesinas, cuatro guacales viejos y cincuenta kilos de hierba seca recogidos en los prados de la universidad. Así como habíamos derrochado para la escenografía fuimos mesurados para el maquillaje. En realidad los actores necesitábamos pocos afeites, sólo John Jairo, una postiza perillita de piel de conejo que lo hacía ver como en realidad era, un niño de diez y ocho años disfrazado, porque las grotescas caras de los actores que interpretábamos las congregantes de Amula, en medio de aquellos trapos originales y luctuosos, eran un canto valleinclanesco digno de una procesión de Dolores en la Metropolitana de Medellín.
La larga fila sudorosa de rezanderas entonando un himno con sus desafinadas voces. Pancha Fregoso adelante y Micaela atrás bajo su desgastada sombrilla negra, todas marcadas en el pecho y la espalda con la efigie de Anacleto en inmensos escapularios, produjo en los espectadores una reacción de sorpresa que se sintió en todo el teatro, primero como un suspiro, luego un silencio, para terminar en una carcajada mezclada con un largo aplauso. Y en el inmediato silencio, el grito de un niño de escasos dos años: “¡Mi Papá!” Era de esperarse que fuera Gregorio, me había descubierto detrás de mi personaje femenino y ahora hacía de primer crítico. Yo rogaba para que se lo tragara la tierra o al menos para que Gabriela se retirara del teatro y evitar el bochornoso comentario otra vez.
Es de justicia dar los créditos en el teatro, y todos los de esta primera escena se los ganó el Padre Andrés, un tío mío en proceso de beatificación  quien escribió un largo himno mariano para la Virgen de Chiquinquirá y que yo sin ningún escrúpulo, por no ser ducho en estas materias, parodié para el canto de las congregantes de Amula. Ahora estamos en paz, Padre Andrés, para que se acuerde de mi cuando lo canonicen; usted hizo un milagro y yo fui su siervo y su instrumento al poner a reír por primera vez al adusto y epigramático Teatro Camilo Torres de la Universidad de Antioquia.
La obra continuaba llena de gracia entre los improperios de Lucas, cuñado del santero y que lo había encartado con su hija en cuyo vientre ya traía el sagrado regalo y el desgarramiento melodramático de la moral de las mujeres de Amula: todas se habían acostado con el santo varón y ahora buscaban su canonización. Van desfilando, una a una, rendidas ante los denuestos de Lucas, todas las beatas de la congregación. Sólo Pancha Fregoso resiste. Y en la escena siguiente, obviamente sin poder hacer un amanecer por las limitaciones técnicas, Pancha y Lucas con los rastros de una larga noche, arreglan el desordenado gallinero en donde han tenido sus batallas, ella sin saber que han pasado la noche sobre la tumba de Anacleto y él con la venganza en su sonrisa recordando el día en que mató a su suegro, cuando, huyendo, vino a reclamarle las pertenencias.
“-Eres un fracaso, Lucas Lucatero. El Niño Anacleto, ese sí que sabía hacer el amor.”

Y con este K.O. cortaziano se desencadenó la risa en descubrimiento de la obra y éste, en aplausos. Para nosotros en emociones desbordadas que veíamos ahora un teatro de pie aplaudiendo hasta el cansancio y de nuevo nosotros entre lágrimas y risas nos abrazábamos.
Con la primera luz en la platea oímos el golpetear de algunos sillas y el desfile malhumorado de los viejos amigos del M.O.I.R. y terminados los aplausos, Alonso Berrío abanderado intelectual y reciente héroe del paro cívico de Bello, emprende la conocida catilinaria sobre el papel del arte en la sociedad y la vinculación de los artistas con las organizaciones populares. Oídos sus justos descargos, sentencia Eduardo Cárdenas: -"De ahora en adelante los artistas vamos a hacer lo que nos dé la gana."
Y salimos para la clínica: entre escena y escena, por la premura en el cambio de personaje me había caído al foso del teatro y raspado desde la ingle hasta el talón, me tocó chapotear en la letrina subterránea en busca de la lateral  y aunque sentía que me había quebrado, ante los gritos desesperados del director para empezar los rezos del segundo cuadro, salí a escena, con la experiencia del hipernaturalismo stanislavskiano de las circunstancias dadas en mi propio cuerpo, para interpretar el lloriquero personaje.  

7 comentarios:

  1. Rodrigo, muchas gracias por tus palabras. He leído tu blog desde el inicio, y pienso en tu opinión sobre "la incipiente tecnología informática". Un saludo desde el ciberespacio.

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  3. No,no no! leer estas líneas me deja una sensación de ternura, berraquera, admiración, me reí, me fasciné...gracias maestro, es una tanta la riqueza histórica y literaria, que no sé como expresar mi agradecimiento por tal experiencia al leerlo. Muy admirable el recordar con tanta honestidad literaria a esas personas que le acompañaron.Paz.

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  4. Juan Esteban, gracias por tu comentario. Trataré de llegar al final de esta aventura, actuando y escribiendo sobre ella. Un abrazo.

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  5. Rodri, que material tan valioso para muestra corta y aún incipiente historia teatral. Me atrevo a decir que hay cosas que todavía no han cambiado mucho

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  6. La vida hay que vivirla y creo que usted cumple con la premisa a la perfección. Se ha gozado la existencia desde el principio, aún con las viscicitudes y los obstáculos que representa el andar por este mundo. Porque andar por este mundo, sobre todo hoy día, no es nada fácil y creo que me dará la razón en este punto.
    Cuando uno está libre de miedos, como diría Memo Ángel, profesor de la pontificia y hombre que a la par con usted admiro mucho, empieza a vivir verdaderamente, a entender el mundo y saber porqué estamos aquí.
    Siempre supo lo que quería y ahora puede cualificar el fructífero resultado de su empuje y de sus sueños.
    Que bueno contar con este blog, ya que no puedo hablar con usted en persona (bastante complicado por el factor tiempo), puedo expresarle y también a la comunidad teatral del pequeño, lo que pienso, lo que quiero decirles. También puedo leer una y otra vez las anécdotas del comienzo de esta hermosa realidad teatral.
    Gracias

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  7. Conocí pequeño teatro en el 2003 y quedé completamente seducido por sus paredes y su ambiente peculiar, diseñado para el albergue del arte y la cultura, diseñado como un faro de luz en el oscurantismo Medellinense.
    "Que vida tan valiosa y tan bien aprovechada", recuerdo que le expresé en esa carta y hoy usted me responde, por medio de este blog, aquello que hubiera querido preguntarle en persona.
    Yo supe también que mi lugar no yacía en los calurosos salones del jaime isaza, recibiendo clase de cálculo o de contaduría. siempre existió en mi alma el germen de las letras, el germen de la cultura, pero no contaba con el suficiente caracter para atreverme a encarar ese deseo. Quizá las circunstancias de una vida difícil como la mía, plagada de ciertos pormenores y la influencia del mundo, me haya obligado a aferrarme a una falsa seguridad, donde desafortunadamente no soy completamente feliz. No digo que trabajar en una corporación comercial sea malo, pues con eso subsisto, pero se que mi lugar y mi verdadero potencial yace en otro lado.
    Uno se la pasa de allá para aca, inmerso en actividades de superflua trascendencia, destinadas únicamente al interés económico, pero mi alma sigue con hambre, con un hambre dolorosa que se incrementa día tras día.
    Hasta el día de hoy, a mis veintiocho años, he disipado mi existencia escribiendo poesía, cuentos y novelas agresivamente juveniles (Cual Andrés caicedo Antioqueño) y obras de teatro sin actores. Me he sentido, dentro de mi entorno laboral como una letra exiliada del alfabeto. Qusiera preguntarle... ¿Qué hacer cuando no se puede seguir un sueño y la opción de abandonarlo todo en pro de ese deseo no es viable desde ninguno de los puntos de vista, aparte del espiritual?
    Para colmo pesa en mi espíritu la influencia de schopenhauer, la pesadumbre de de allan poe, de Quiroga, de lugones, de Asunción Silva, de plath, de Gonzalo Arango, de Andrés Caicedo Estela; un croquis bastante explícito de mi condición. Como lo dijera Wilde, "Porque el que vive más de una vida debe morir más de una muerte" que tan cierta será la frase.
    Mientras tanto permanezco en el lecho del río, luchando contra la corriente, anhelando alcanzar esa orilla en la que personas como usted se encuentran.
    Por otro lado me la paso escribiendo guiones de cine, con el mismo humor y acidez que los de Woody Allen, uno de mis actores y directores favoritos. Como sería de bueno hacer una especie de "Annie hall" a lo antioqueño.
    Bueno, quería hacer mención de la gran labor y legado que usted y todo pequeño teatro le ofrendan a Medellín, pero me la pasé descrbiéndome a mí mismo. Sin embargo,ya que me es difícil acceder a su persona y es usted un hombre sabio, un maestro de las artes y la cultura, ¿Qué piensa de mi pregunta?, ¿Será posible alcanzar, casi en mi tercera década eso que ansío?, ¿Cómo librarme de esas cadenas sociales y laborales que me lo impiden y a las que no puedo deliberadamente renunciar?
    Muchas gracias don Rodrigo por tener la paciencia de leer este comentario, que más parece una carta García. Mucha suerte con todo...

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