¿QUÉ MÁS PODÍAMOS HACER?
No
creo ni en el éxito ni en el mérito.
Solo
hay trabajo y la alegría de crear,
No lo
que se quiere, sino lo que se puede.
Todo
lo demás son ínfulas.
Leonidas
Barletta
De la mano paternal de Jairo Aníbal Niño ha- bíamos recorrido los
primeros pasos y su desenfado y habilidad para vivir y para hacer teatro nos
había marcado para siempre. Como sus
alumnos primíparos habíamos, no solo presenciado sino participado en la Masacre de Santa Bárbara de la facilidad como Jairo convertía un
cartapacio de documentos sobre una huelga obrera en el texto de una tragedia
moderna; un testimonio de uno de los huelguistas en una imagen de sombras
chinescas que revivía emotiva y bellamente la muerte de Edelmira Zapata, la
niña sacrificada por la intransigencia
gubernamental; el concepto de un personaje en un gigante cabezón carnavalesco
que salido de las manos del escultor Oscar Rojas era una oda al volumen, al
color y a la cultura popular. Jairo
había convertido adolecentes imberbes en actores de teatro documento y con este acto de magia salimos a recorrer
universidades y sindicatos y a participar en festivales y encuentros de teatro
en todo el país.
Recuerdo
el sombrero alón que cubría la desmirriada figura del maestro Pedro Nel Gómez y
la txapela que adornaba la hermosa cabeza de Manuel Mejía Vallejo entre los
espectadores de la primera función de La
Masacre en la plazoleta de la recién abierta ciudadela universitaria. Si
las dos figuras más esclarecidas del arte en la ciudad bendecían con su
presencia y sus emotivos comentarios nuestra representación y si el periódico
El Colombiano, vaticano de la prensa conservadora del país, editó una separata de cuatro páginas contra
la recién estrenada obra, perfectamente
podríamos jugarnos nuestras vidas al arte del teatro.
Y ahora, después de estrenada la trilogía de
Rulfo (Anacleto Morones, Diles que no me
Maten y Nos han dado la tierra) y de agotar los escasos espacios en donde
podíamos presentarnos y el escasísimo público que quería vernos aterrizamos en
la escarpada realidad.
Los
mansos sueños de la juventud se estrellaron con la complejidad brutal de la
vida y del teatro. Una cosa es ser un joven universitario apasionado por el
hobby del teatro, hijo de familia y despreocupado por la mayoría de las
responsabilidades del día a día y otra cosa muy diferente es emprender la vida
independiente del yo soy, de la libertad y del capricho dictado por genes
desconocidos que nos habían llevado a los terrenos del escenario. Ya no
podíamos pasar en nuestras familias como estudiantes universitarios ni en las
universidades como grupo de teatro estudiantil. Nos habían y nos habíamos
puesto de patas en la calle para emprender la aventura del teatro independiente
a la moda y usanza de las grandes capitales teatrales del mundo. Medimos el
universo por el tamaño de nuestras ilusiones para enfrentarlo con la precaria
experiencia, con el casi nulo conocimiento del teatro y de la sociedad y con
las inestables fuerzas de la pasión y de la juventud.
Ya
había nacido Pequeño Teatro, habíamos presentado en sociedad la fantástica
quimera y ahora en nuestras manos no sabíamos qué hacer con ese monstruo
tricéfalo: oficio, sede y público.
En
la desvencijada casa-lote que habíamos tomado por sede en el barrio Villahermosa
nuestras vidas se orientaron hacia nuevas rutinas, descubriendo unas veces,
inventando otras, los canales para relacionarnos con el mundo, con el teatro y
con nosotros mismos. ¡Todo era tan difícil! Programar una función en el
teatrico de Bellas Artes se convertía en una proeza; hacerla, en una epopeya.
Cada cartel, cada boleta, cada foto, cada cualquier cosa de las que requiere la
rala rutina del teatro exigía de nosotros interminables discusiones, complejas
comisiones y esfuerzos desmesurados que terminaban, la más de las veces, en
resultados irrisorios, cuando no en la quiebra económica. Y una nueva discusión
y un nuevo debate que terminaba en lágrimas y en gritos la más de las veces y
en el retiro de uno de los miembros las otras.
Y
Mi Vida en el Arte y Un Actor se Prepara de Stanislavki, Hacia un Teatro Pobre de Grotowski, El Método del Actor’s Studio de Toby Cole, Al Actor de Michael Chejov, la obra teórica de Brecht se
derretían en nuestras manos tratando de asimilar el esquivo conocimiento
actoral. Dura, durísima es la tarea autodidacta en el teatro. Pero en esta
provincia olvidada de Melpómene y de Talía ¿qué más podíamos hacer?
Un
día invitábamos al profesor Luis Carlos García, prestigioso preparador de
cantantes para que nos ayudara con la voz, otro a alguna amiga bailarina para
que nos dictara clases de danza, Ramiro Rojo se encargaba de lo se llamaba en
la época psicofísica y que no era más que una agotadora rutina de aprestamiento
deportivo que terminaba siempre en partidos interminables de futbolito y en
peleas a trompadas.
Cada
día terminaba con una nueva certeza que se desvanecía al amanecer: la sede era
un tugurio, el público no existía y nosotros, los actores, naufragábamos en las
dudas. Mirada desde el hoy lejano de estos casi cuarenta años resulta cómica y
hasta ridícula la situación, pero en el 75 del siglo pasado se nos iba la vida
en ella.
Emprendimos
el montaje de la obra El Rescate de
nuestro recordado Jairo Aníbal Niño, y el casi niño John Jairo Mejía (uno de
los fundadores) se empeñó en dirigirla. Creo que nunca antes en la larga
historia del teatro un infante se lanzaba como director, pero era bello ver el
espectáculo de un jovencito fungiendo de director teatral y más bello aun ver
los mayores del reciente grupo entregados sin reservas al montaje de la obra.
Estrenamos
en la salita de Bellas Artes en el momento más desafortunado y triste de nuestra,
ya no muy reciente, historia política de Colombia: la maldita facción
lunática del M-19 inauguró, en la semana del estreno, el secuestro como arma
política con el asesinato del dirigente
obrero José Raquel Mercado.
La
obra, un ingenuo drama social, al estilo de Clifford Odets, narraba la venganza
personal de un pobre viejo desahuciado por la sociedad. ¡Todo ingenuidad! Pero en aquel entorno enturbiado por el
secuestro y el asesinato, los consejos de nuestros amigos Francisco Mosquera y Felipe Mora (fundadores y dirigentes del
MOIR) para que retiráramos de cartelera nuestra obra, no solo fueron prudentes
sino sabios. Así, la ópera prima del infante John Jairo se
ahogó en la pila bautismal en el enrarecido ambiente político que nos
acompañaría hasta nuestros días.
Para
mediados del año 75 se abrió la convocatoria para el I Festival Nacional del
Nuevo Teatro organizado por la Corporación Colombiana de Teatro, una entidad
regentada y orientada por el Partido Comunista con quienes habíamos mantenido
una áspera confrontación política desde finales de los años sesentas. El país
había perdido los festivales de teatro hacía años y era esta la oportunidad de
presentar a Pequeño Teatro a nivel nacional. Pero no sería fácil la tarea. El
democraterismo heredado de las organizaciones gremiales y políticas, únicas que
conocíamos para guiar nuestras nacientes organizaciones artísticas, impuso la
votación de los participantes como forma de selección para asistir a la final
en la capital. Escoger la representación de Antioquia fue una vuelta de tuerca
y más por debilidad que por brillantez, y por los enfrentamientos de los otros
grupos resultamos seleccionados.
Anacleto
Morones fue en ese festival un producto exótico en medio de producciones teatrales
cargadas de contenidos políticos explícitos y de confrontaciones
político-ideológicas a ultranza. La Candelaria con Santiago García y su Guadalupe Años sin cuenta, el TEC con Enrique
Buenaventura y su Fantoche Lusitano,
el Teatro Libre de Bogotá con Ricardo Camacho y sus Inquilinos de la Ira, La Mama con Eddy Armando y su Abejón Mono, El Local con Miguel Torres
y El sol bajo las patas de los Caballos
son nombres, grupos y obras que describen por si solos el estado del teatro en
el año del nacimiento de Pequeño Teatro.
La
frescura del Anacleto, su desenfado, esos personajes femeninos interpretados
por hombres sin afecciones ni afeites, el hermoso texto de Rulfo se erigió en
ese festival en pieza admirada por Tirios y Troyanos, y allí nosotros recién
aparecidos sin ni siquiera tener conciencia de lo que habíamos hecho. Esa ha
sido un poco la constante de Pequeño Teatro en estos largos años de quehacer
teatral: a nada de lo que hemos hecho o dejado de hacer le hemos dado
trascendencia, en el hecho mismo del hacer o no hacer está la importancia, lo
demás es vanidad.
Al
regreso de Bogotá por fin se da el milagro: aparece una mujer en Pequeño
Teatro. Clemencia Cartagena nos salvó de convertirnos en un grupo de
hombres-solos como en la clásica Grecia o en la Inglaterra isabelina, y para
ella y por ella comencé a escribir Todo
fue, una obra nacida de una
pequeña noticia en el periódico El Tiempo en donde se daba razón del incendio
provocado por una minera multinacional de un pueblecito del Chocó para extender
su explotación en el casco urbano. ¡Ha cambiado poco el mundo en estos tantos años!
Llegaron
refuerzos a Pequeño Teatro, otros jóvenes que venían de los mismos genes y de
la misma pasión, ilusionados como nosotros de crear el espacio para el proyecto
de vida y buscando refugio para los sueños.
Así,
emprendimos el montaje de Todo Fue.
En las mañanas escribía el texto que ensayábamos en las noches y en las tardes
la sede se llenaba de talleres de movimiento, de voz, de danza, de cualquier
tema que dictara la necesidad. Cada uno llegaba con su idea y el grupo se iba
enriqueciendo de problemas sin solución
y de dificultades. Nos repartíamos las tareas, desde el aseo de la sede hasta
la preparación del café (que nunca ha faltado en Pequeño Teatro), pasando por
las llamadas relaciones públicas y comunicaciones. Reproducíamos esquemas
de empresas que jamás conocimos: sus
organigramas, sus cronogramas, sus departamentos administrativos, contables y
financieros. Nadie podrá decirnos que no soñamos en grande: del tamaño de los
sueños será el tamaño de las frustraciones, pero eso lo aprendimos muchos años
después. Teníamos derecho a pensar un mundo distinto y mejor a aquel que
habíamos heredado, y lo estábamos construyendo.
El
remate de la noche era la fiesta: ya habíamos escrito, ya habíamos hecho nuestros
ejercicios, ya habíamos ensayado nuestra obra, ya le habíamos cumplido al día.
En desfile ritual hacíamos el regreso a pie al centro de la ciudad (que no era
cerca), cantando y mamando gallo, de tienda en tienda. Nos volvimos
especialistas en empanadas, en ají pique y en naranjada Postobón, al fin y al
cabo era nuestra única comida al final de la jornada.
Cada
ensayo de la obra era un taller de actuación. Los protagonistas pisaban por
primera vez un escenario y cada palabra, cada movimiento, cada gesto, cada
acción se convertían en motivo de reflexión, de discusión, de aprendizaje del
oficio. ¡Qué hermosa época aquella en que todo era nuevo para nosotros! Todos
los problemas los podíamos resolver: la escenografía, fácil: unos extraños
cajones que nos “encontramos” en la Universidad de Antioquia, con la ayuda de
una libra de clavos, unas molduras y un galón de pintura se convirtieron en
atrezo para la obra; en los ropavejeros encontramos el diseñado vestuario, de
las casas ajenas aparecieron objetos y de una tía recién muerta de uno de los
actores heredamos la silla de ruedas requerida para el inválido protagonista de
la obra. ¡Qué curioso, en aquella época no podía faltar el personaje cojo o
tuerto o mudo o inválido y nuestra obra lo te- nía!, los recogidos tarros de
galletas Saltinas los convertimos en el flamante equipo de iluminación
controlado por un armatoste de suiches
y enchufes de cocina.
Salvo
el pago del arriendo mensual todos los otros problemas eran menores. Cada
principio de mes entrábamos en crisis: el departamento contable se quejaba del
administrativo y éste del financiero, ¡era tan corto el mes y tánto para
nosotros los seiscientos pesos del canon de arrendamiento!, el salario mínimo
por aquellas calendas estaba en mil doscientos pesos. Además recordemos que
fueron la confianza de don Jaime y la amistad de Shakespeare quienes avalaron
el contrato y no podí-amos defraudar ni al uno ni al otro. Así, cada mes salía
la legión de los actores a buscar entre los amigos los recursos para pagar el
arriendo. Editamos un hermoso grabado isabelino para recompensar los aportes, bono de sostenimiento lo llamamos, y
tenía esta leyenda realista “Veinte pesos. Convertimos su solidaridad en obras
de teatro”. Época de amistad y de solidaridad.
Loa a quienes entendieron nuestra aventura y la necesidad del teatro
para la sociedad. A Carlos Gaviria, a Orlando Mora, a Gustavo Yepes, a Jaime
Zuluaga y a tantos otros, un abrazo de agradecimiento desde los recuerdos de
juventud y el reconocimiento de la importancia de su papel en el desarrollo del
teatro en la ciudad.
Y
estrenamos Todo fue en la carpa de
huelga de Satexco en Itagüí, en una acera en plena calle, a medio día.
Premonitorio estreno de un grupo que ahora había roto definitivamente con la
universidad y que buscaba nuevos espacios y nuevos públicos para el teatro.
Toda la teoría y toda la romántica historia del teatro chocaban ahora con la
acerba, cruda y áspera realidad de una
sociedad que no había inscrito el teatro en su alma colectiva y lo había abandonado
al gusto de círculos iniciados de pequeñoburgueses intelectuales que lo transformaron
en diletante actividad para clubes sociales y damas de la alta sociedad.
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