martes, 8 de mayo de 2012







¿QUÉ MÁS PODÍAMOS HACER?

No creo ni en el éxito ni en el mérito.
Solo hay trabajo y la alegría de crear,
No lo que se quiere, sino lo que se puede.
Todo lo demás son ínfulas.

Leonidas Barletta

De la mano paternal de Jairo Aníbal Niño ha- bíamos recorrido los primeros pasos y su desenfado y habilidad para vivir y para hacer teatro nos había marcado para siempre. Como  sus alumnos primíparos habíamos, no solo presenciado sino participado en la Masacre de Santa Bárbara  de la facilidad como Jairo convertía un cartapacio de documentos sobre una huelga obrera en el texto de una tragedia moderna; un testimonio de uno de los huelguistas en una imagen de sombras chinescas que revivía emotiva y bellamente la muerte de Edelmira Zapata, la niña sacrificada por la intransigencia  gubernamental; el concepto de un personaje en un gigante cabezón carnavalesco que salido de las manos del escultor Oscar Rojas era una oda al volumen, al color y a la cultura popular.  Jairo había convertido adolecentes imberbes en actores de teatro documento  y con este acto de magia salimos a recorrer universidades y sindicatos y a participar en festivales y encuentros de teatro en todo el país.
Recuerdo el sombrero alón que cubría la desmirriada figura del maestro Pedro Nel Gómez y la txapela que adornaba la hermosa cabeza de Manuel Mejía Vallejo entre los espectadores de la primera función de La Masacre en la plazoleta de la recién abierta ciudadela universitaria. Si las dos figuras más esclarecidas del arte en la ciudad bendecían con su presencia y sus emotivos comentarios nuestra representación y si el periódico El Colombiano, vaticano de la prensa conservadora del país,  editó una separata de cuatro páginas contra la recién estrenada obra,  perfectamente podríamos jugarnos nuestras vidas al arte del teatro.
 Y ahora, después de estrenada la trilogía de Rulfo (Anacleto Morones, Diles que no me Maten y Nos han dado la tierra) y de agotar los escasos espacios en donde podíamos presentarnos y el escasísimo público que quería vernos aterrizamos en la escarpada realidad.
Los mansos sueños de la juventud se estrellaron con la complejidad brutal de la vida y del teatro. Una cosa es ser un joven universitario apasionado por el hobby del teatro, hijo de familia y despreocupado por la mayoría de las responsabilidades del día a día y otra cosa muy diferente es emprender la vida independiente del yo soy, de la libertad y del capricho dictado por genes desconocidos que nos habían llevado a los terrenos del escenario. Ya no podíamos pasar en nuestras familias como estudiantes universitarios ni en las universidades como grupo de teatro estudiantil. Nos habían y nos habíamos puesto de patas en la calle para emprender la aventura del teatro independiente a la moda y usanza de las grandes capitales teatrales del mundo. Medimos el universo por el tamaño de nuestras ilusiones para enfrentarlo con la precaria experiencia, con el casi nulo conocimiento del teatro y de la sociedad y con las inestables fuerzas de la pasión y de la juventud.
Ya había nacido Pequeño Teatro, habíamos presentado en sociedad la fantástica quimera y ahora en nuestras manos no sabíamos qué hacer con ese monstruo tricéfalo: oficio, sede y público.
En la desvencijada casa-lote que habíamos tomado por sede en el barrio Villahermosa nuestras vidas se orientaron hacia nuevas rutinas, descubriendo unas veces, inventando otras, los canales para relacionarnos con el mundo, con el teatro y con nosotros mismos. ¡Todo era tan difícil! Programar una función en el teatrico de Bellas Artes se convertía en una proeza; hacerla, en una epopeya. Cada cartel, cada boleta, cada foto, cada cualquier cosa de las que requiere la rala rutina del teatro exigía de nosotros interminables discusiones, complejas comisiones y esfuerzos desmesurados que terminaban, la más de las veces, en resultados irrisorios, cuando no en la quiebra económica. Y una nueva discusión y un nuevo debate que terminaba en lágrimas y en gritos la más de las veces y en el retiro de uno de los miembros las otras.
Y Mi Vida en el Arte y Un Actor se Prepara de Stanislavki, Hacia un Teatro Pobre  de Grotowski, El Método del Actor’s Studio de Toby Cole, Al Actor de Michael Chejov, la obra teórica de Brecht se derretían en nuestras manos tratando de asimilar el esquivo conocimiento actoral. Dura, durísima es la tarea autodidacta en el teatro. Pero en esta provincia olvidada de Melpómene y de Talía ¿qué más podíamos hacer?
Un día invitábamos al profesor Luis Carlos García, prestigioso preparador de cantantes para que nos ayudara con la voz, otro a alguna amiga bailarina para que nos dictara clases de danza, Ramiro Rojo se encargaba de lo se llamaba en la época psicofísica y que no era más que una agotadora rutina de aprestamiento deportivo que terminaba siempre en partidos interminables de futbolito y en peleas a trompadas.
Cada día terminaba con una nueva certeza que se desvanecía al amanecer: la sede era un tugurio, el público no existía y nosotros, los actores, naufragábamos en las dudas. Mirada desde el hoy lejano de estos casi cuarenta años resulta cómica y hasta ridícula la situación, pero en el 75 del siglo pasado se nos iba la vida en ella.
Emprendimos el montaje de la obra El Rescate de nuestro recordado Jairo Aníbal Niño, y el casi niño John Jairo Mejía (uno de los fundadores) se empeñó en dirigirla. Creo que nunca antes en la larga historia del teatro un infante se lanzaba como director, pero era bello ver el espectáculo de un jovencito fungiendo de director teatral y más bello aun ver los mayores del reciente grupo entregados sin reservas al montaje de la obra.
Estrenamos en la salita de Bellas Artes en el momento más desafortunado y triste de nuestra, ya no muy reciente,  historia  política de Colombia: la maldita facción lunática del M-19 inauguró, en la semana del estreno, el secuestro como arma política con el asesinato del  dirigente obrero José Raquel Mercado.
La obra, un ingenuo drama social, al estilo de Clifford Odets, narraba la venganza personal de un pobre viejo desahuciado por la sociedad. ¡Todo ingenuidad!  Pero en aquel entorno enturbiado por el secuestro y el asesinato, los consejos de nuestros amigos Francisco Mosquera  y Felipe Mora (fundadores y dirigentes del MOIR) para que retiráramos de cartelera nuestra obra, no solo fueron prudentes sino sabios.  Así, la ópera prima del infante John Jairo se ahogó en la pila bautismal en el enrarecido ambiente político que nos acompañaría hasta nuestros días.
Para mediados del año 75 se abrió la convocatoria para el I Festival Nacional del Nuevo Teatro organizado por la Corporación Colombiana de Teatro, una entidad regentada y orientada por el Partido Comunista con quienes habíamos mantenido una áspera confrontación política desde finales de los años sesentas. El país había perdido los festivales de teatro hacía años y era esta la oportunidad de presentar a Pequeño Teatro a nivel nacional. Pero no sería fácil la tarea. El democraterismo heredado de las organizaciones gremiales y políticas, únicas que conocíamos para guiar nuestras nacientes organizaciones artísticas, impuso la votación de los participantes como forma de selección para asistir a la final en la capital. Escoger la representación de Antioquia fue una vuelta de tuerca y más por debilidad que por brillantez, y por los enfrentamientos de los otros grupos resultamos seleccionados.
Anacleto Morones fue en ese festival un producto exótico en medio de producciones teatrales cargadas de contenidos políticos explícitos y de confrontaciones político-ideológicas a ultranza. La Candelaria con Santiago García y su Guadalupe Años sin cuenta, el TEC con Enrique Buenaventura y su Fantoche Lusitano, el Teatro Libre de Bogotá con Ricardo Camacho y sus Inquilinos de la Ira, La Mama con Eddy Armando y su Abejón Mono, El Local con Miguel Torres y El sol bajo las patas de los Caballos son nombres, grupos y obras que describen por si solos el estado del teatro en el año del nacimiento de Pequeño Teatro.
La frescura del Anacleto, su desenfado, esos personajes femeninos interpretados por hombres sin afecciones ni afeites, el hermoso texto de Rulfo se erigió en ese festival en pieza admirada por Tirios y Troyanos, y allí nosotros recién aparecidos sin ni siquiera tener conciencia de lo que habíamos hecho. Esa ha sido un poco la constante de Pequeño Teatro en estos largos años de quehacer teatral: a nada de lo que hemos hecho o dejado de hacer le hemos dado trascendencia, en el hecho mismo del hacer o no hacer está la importancia, lo demás es vanidad.
Al regreso de Bogotá por fin se da el milagro: aparece una mujer en Pequeño Teatro. Clemencia Cartagena nos salvó de convertirnos en un grupo de hombres-solos como en la clásica Grecia o en la Inglaterra isabelina, y para ella y por ella comencé a escribir Todo fue, una obra nacida de una pequeña noticia en el periódico El Tiempo en donde se daba razón del incendio provocado por una minera multinacional de un pueblecito del Chocó para extender su explotación en el casco urbano. ¡Ha cambiado poco el mundo en estos tantos años!
Llegaron refuerzos a Pequeño Teatro, otros jóvenes que venían de los mismos genes y de la misma pasión, ilusionados como nosotros de crear el espacio para el proyecto de vida y buscando refugio para los sueños.
Así, emprendimos el montaje de Todo Fue. En las mañanas escribía el texto que ensayábamos en las noches y en las tardes la sede se llenaba de talleres de movimiento, de voz, de danza, de cualquier tema que dictara la necesidad. Cada uno llegaba con su idea y el grupo se iba enriqueciendo de problemas  sin solución y de dificultades. Nos repartíamos las tareas, desde el aseo de la sede hasta la preparación del café (que nunca ha faltado en Pequeño Teatro), pasando por las llamadas relaciones públicas y comunicaciones. Reproducíamos esquemas de  empresas que jamás conocimos: sus organigramas, sus cronogramas, sus departamentos administrativos, contables y financieros. Nadie podrá decirnos que no soñamos en grande: del tamaño de los sueños será el tamaño de las frustraciones, pero eso lo aprendimos muchos años después. Teníamos derecho a pensar un mundo distinto y mejor a aquel que habíamos heredado, y lo estábamos construyendo.
El remate de la noche era la fiesta: ya habíamos escrito, ya habíamos hecho nuestros ejercicios, ya habíamos ensayado nuestra obra, ya le habíamos cumplido al día. En desfile ritual hacíamos el regreso a pie al centro de la ciudad (que no era cerca), cantando y mamando gallo, de tienda en tienda. Nos volvimos especialistas en empanadas, en ají pique y en naranjada Postobón, al fin y al cabo era nuestra única comida al final de la jornada.
Cada ensayo de la obra era un taller de actuación. Los protagonistas pisaban por primera vez un escenario y cada palabra, cada movimiento, cada gesto, cada acción se convertían en motivo de reflexión, de discusión, de aprendizaje del oficio. ¡Qué hermosa época aquella en que todo era nuevo para nosotros! Todos los problemas los podíamos resolver: la escenografía, fácil: unos extraños cajones que nos “encontramos” en la Universidad de Antioquia, con la ayuda de una libra de clavos, unas molduras y un galón de pintura se convirtieron en atrezo para la obra; en los ropavejeros encontramos el diseñado vestuario, de las casas ajenas aparecieron objetos y de una tía recién muerta de uno de los actores heredamos la silla de ruedas requerida para el inválido protagonista de la obra. ¡Qué curioso, en aquella época no podía faltar el personaje cojo o tuerto o mudo o inválido y nuestra obra lo te- nía!, los recogidos tarros de galletas Saltinas los convertimos en el flamante equipo de iluminación controlado por un armatoste de suiches y enchufes de cocina.
Salvo el pago del arriendo mensual todos los otros problemas eran menores. Cada principio de mes entrábamos en crisis: el departamento contable se quejaba del administrativo y éste del financiero, ¡era tan corto el mes y tánto para nosotros los seiscientos pesos del canon de arrendamiento!, el salario mínimo por aquellas calendas estaba en mil doscientos pesos. Además recordemos que fueron la confianza de don Jaime y la amistad de Shakespeare quienes avalaron el contrato y no podí-amos defraudar ni al uno ni al otro. Así, cada mes salía la legión de los actores a buscar entre los amigos los recursos para pagar el arriendo. Editamos un hermoso grabado isabelino para recompensar los  aportes, bono de sostenimiento lo llamamos, y tenía esta leyenda realista “Veinte pesos. Convertimos su solidaridad en obras de teatro”. Época de amistad y de solidaridad.  Loa a quienes entendieron nuestra aventura y la necesidad del teatro para la sociedad. A Carlos Gaviria, a Orlando Mora, a Gustavo Yepes, a Jaime Zuluaga y a tantos otros, un abrazo de agradecimiento desde los recuerdos de juventud y el reconocimiento de la importancia de su papel en el desarrollo del teatro en la ciudad.
Y estrenamos Todo fue en la carpa de huelga de Satexco en Itagüí, en una acera en plena calle, a medio día. Premonitorio estreno de un grupo que ahora había roto definitivamente con la universidad y que buscaba nuevos espacios y nuevos públicos para el teatro. Toda la teoría y toda la romántica historia del teatro chocaban ahora con la acerba,  cruda y áspera realidad de una sociedad que no había inscrito el teatro en su alma colectiva y lo había abandonado al gusto de círculos iniciados de pequeñoburgueses intelectuales que lo transformaron en diletante actividad para clubes sociales y damas de la alta sociedad. 


No hay comentarios:

Publicar un comentario