RELATOS DE BARRANQUILLA
Y si así los recuerdo,
así sucedieron para mí.
Ya superada
esa primera juventud del teatro universitario, abandonados a nuestra suerte,
decidimos lanzarnos al mundo desconocido del teatro. Jóvenes románticos y
comunistas (como correspondía a la época), desafiando un medio hostil y carente
de los mínimos recursos, conocimiento y tradición, nos reunimos bajo la
ideología, bajo la política y bajo la necesidad de hacer teatro y con el ímpetu
de estas terceras decidimos fundar Pequeño Teatro en enero de 1.975. Aquí hay
que hacer un flash back.
Finales de1.971.
La crisis del grupo de teatro La Brigada1 originada por la renuncia de
nuestro director Jairo Aníbal Niño: La persecución a veces abierta pero la
mayoría de las veces soterrada, fue minando la resistencia y el aguante de este
contestatario-nihilista metido a maoísta militante: cancelados sus contratos
con la Universidad Nacional, con el Liceo Popular de Medellín y con la Alcaldía
como represalia a sus posturas políticas, no le quedó más remedio que, en
compañía de su esposa, abrir un almacencito de muñecos (que era lo otro único
que sabía hacer), pero acató a fundarlo en el peor sitio comercial de la
ciudad, lugar por donde no pasaba nadie y a donde sólo íbamos sus amigos a
tomar tinto y a hablar de teatro. Esta aventura comercial duró tan poco que no
se alcanzó ni a pintar el letrero. Antes de lo pensado Jairo Aníbal Niño estaba
en Bogotá con su familia, aprovechando un puesto que una vieja amiga le ofreció
para desarrollar planes de recreación infantil; esto marcó al futuro escritor
(exitosísimo por lo demás) de Zoro y
otros escritos para niños.
Y ahora,
abandonados por el director, éramos una recua de huérfanos sin rumbo, sin claridad,
inmersos en la confusión del final de una época de gran actividad universitaria
y en cierta forma anexos a un partido político tan inexperto como nosotros
mismos. Este grupo, por lo demás grande, se convirtió en cantera de dirigentes
y por ende en objetivo preciado por la dirección de la organización
político-cultural a la que pertenecíamos todos los miembros de La Brigada.
En crisis se
necesita quien dirija. Pero ¿quién podía hacerlo si todos éramos infantes inexpertos
y ambiciosos? Se desencadenó una lucha por el control de la cada vez más menguada
organización; nadie dirigía, nadie orientaba, todos argumentábamos,
maquinábamos y buscábamos aliados y amigos por fuera de La Brigada: los unos en
el partido político, los otros en organizaciones artísticas amigas, los
terceros en directivos sindicales y aún en la dirección nacional del partido.
Tiempo de confrontaciones políticas, de medir capacidades organizativas, pero
tiempo de no obtener ningún resultado. La dirección nacional del T.A.R.
(Trabajadores del Arte Revolucionario que agrupaba a todos los artistas del
partido) resolvió liquidar la vieja Brigada, despachar a los conflictivos
jóvenes con “la política de los pies descalzos” a ciudades vírgenes de la política
maoísta, para que allí “desplieguen todo su ímpetu y conozcan la situación de
las masas trabajadoras de obreros y campesinos”, y así fui a dar a la alejada
Barranquilla.
A Medellín
fue desplazado un “cuadro experimentado” para rehacer el frente artístico del
partido que había sido prácticamente disuelto. Llegado a Medellín el nuevo
director de La Brigada, no me quedó sino brindarle homenaje de bienvenida y
aceptar la orden perentoria de la Dirección Nacional del T.A.R., que sesionaba
en Bogotá.
Quedémonos un
rato en Barranquilla a donde me desplazó la Dirección Nacional del T.A.R. sin
derecho a repulsa ni a pataleo, como lo habíamos aprendido en los estatutos del
partido en el capítulo de centralismo-democrático.
¿Cómo dejar a
Gabriela, mi novia de mucho tiempo y compañera de universidad, de La Brigada,
del T.A.R. y del partido, tan apasionada como yo en las lides del teatro y de
la política, ahora embarazada?
Un
matrimonio, sin mucha ceremonia. Recoja los regalos, ojalá en efectivo y rumbo
a Bogotá a ponerse bajo las ordenes de la organización. Oír sus últimas
recomendaciones y continuar lo más pronto para el destino trazado: Barranquilla
“La Puerta de Oro de Colombia”.
I
Llegamos a
“Curramba la Bella”. Fuimos recibidos por esa bonhomía que caracteriza a los
costeños: -“Ajá, ¿y entonces qué?” “Ajá y La Flaca está preñada”, y “ajá...”
Nos abrieron todas las puertas y el doctor Peña, un
profesor, escritor y respetadísimo intelectual barranquillero, nos invitó a
quedarnos en su casa por unos días mientras resolvíamos lo de nuestra vivienda
en esa ciudad. Siempre me acompañará la gratitud con El Profe y su familia, que
sufrieron resignadamente a estos pesados huéspedes. En su casa estuvimos más de
dos meses. ¿Qué íbamos a entender en aquella edad y con aquella arrogancia
militante que éramos intrusos en la vida familiar? Ahora quisiera encontrarme
de nuevo con esa familia y ofrecerles mis sinceras disculpas.
Cuando al fin
conseguimos una casa en un barrio popular, allí llegaron Patiño, Secretario
Regional del MOIR2 y todos sus militantes: Alejandro, un
descendiente de nobles italianos graduado en la exclusiva Universidad de los
Andes y que todavía a estas alturas no me explico qué fue a buscar a Barranquilla,
si no fue su herencia en manos de unas tías que vivían en una vieja
mansión en el Barrio Prado y que él visitaba asiduamente para recordarles su
existencia. Era el único de toda la manada que tenía cama, toalla y que vivía
impecablemente vestido de blanco, desde sus calzoncillos “La Primavera” hasta
sus alforzadas guayaberas panameñas. Alejo era también el único culto de aquel hospicio
que habíamos fundado en el Barrio San Felipe, a una cuadra de La Cita, el más
famoso lugar de salsa de “La Arenosa”.
Los otros
especímenes eran más grises, más negros y más extraños que Alejandro. Tal vez
por eso o por el embarazo, Gabriela nunca pudo con ellos, hasta llegar a
encerrarse en la diminuta habitación que lindaba con el único baño de toda la
casa para evitar sus incómodas presencias.
Tito, un
negro profundo de una profunda aldea negra había ido a Barranquilla para terminar
su bachillerato en el Liceo Pestalozzi. Llevó una estera y en el primer rincón de
la casa que encontró creó su espacio sin preguntarle a nadie y allí se quedó para
siempre siempre. El Tito vivía agarrado a trompadas con Aurelio, un chilapo
viejo que llevaba veinte años en la universidad tratando de terminar sociología
y dirigiendo células obreras de los sindicatos del puerto.
Aurelio
dormía en una hamaca que tendía y distendía según su necesidad. A veces reposaba
dos días tirado en su chinchorro, en calzoncillos, con unas arrastraderas de
plástico, abanicándose con una toalla pequeña, verde confite y repitiendo de
memoria el último informe del camarada Mosquera que debía rendir con puntos y
comas en el organismo en donde era secretario. Aurelio, fuera de darse
trompadas con el Tito, se comía todo lo que había en la casa y sobra decir que
nunca llevó nada o mejor sí, llevó otro compañero a vivir: Armando Bula, un
vago de antología que se la pasaba hablando con su acento fuerte de la Sabana
Cordobesa del “problema agrario en Colombia”, pero que no sabía nada de nada.
Bula siempre amenazó con la ayuda que le enviaría un político tío suyo desde
Montería, tío que hoy dudo de su existencia y aún, si aquel agrarista
despistado se llamaba Armando. Pero de lo que si estoy seguro fue que llevó
colchón, se apoltronó en la casa y jamás puso un centavo.
A medida que
iban llegando los vivientes, la barriga de la flaca Gabriela crecía y los
fondos del joven matrimonio se consumían en los estómagos de los visitantes
-inquilinos-.
De vez en
cuando llegaba Agustín, un gigante de ojos azules que manejaba el ancla de la
Draga Colombia y me invitaba a Bocas de Ceniza. Ese día pescaba desde la
cubierta de la draga. Agustín arreglaba los pescados, unas pobres lisas
miserables que salaba y colgaba en los alambres de la ropa para que con el sol
y las cagadas de las moscas se curaran y hacer un arroz al domingo siguiente:
plato que era una fiesta y la reconciliación del inquilinato que había
aguantado hambre toda la semana.
La casa se
llenaba todas las tardes de dirigentes sindicales citados por John, que era capitán
de la Draga Colombia y encargado del Movimiento Obrero, o por dirigentes estudiantiles
citados por Alfonso Múnera, un joven estudiante de primer año de derecho y
rajado en primer semestre en diversas facultades y en varias universidades del
país, que podía hablar de boxeo por semanas, pues su papá era presidente
vitalicio de la Liga de Boxeo de Colombia y que con su carreta encantó
serpientes, hasta llevar un colchón a la casa que usaba la mayo-ría de las
veces para retozar con jóvenes mulatas compañeras de la facultad o del MOIR.
Otras veces
la casa se llenaba de profesores universitarios citados por el maestro Rafael
Osorio, hombre con fama de filósofo sabio que aromatizaba el aire con el humo
de su pipa que fumaba como un pensador de la postguerra, pero que hablaba todas
las estupideces inimaginables. Otros días el Chocho Ambrat, un médico turco,
cartagenero adorable, se apare- cía con campesinos de María la Baja, de Manatí
o de cualquier miserable pueblo de la costa, cargados con sus mochilas, sus
trespuntá, sus pobrezas y su ron tornillo, que bebían hasta el amanecer de la
semana siguiente al ritmo de una grabadora que molía vallenatos a 1200 vatios
por segundo.
Patiño -jefe
de aquella célula irredenta- se reunía los miércoles en la tarde en un ritual
que empezaba desde tempranas horas de la mañana: amanecía alegre, dicharachero,
comunicativo con todos, aún con Gabriela que continuaba arrinconada en
nuestra habitación calurosa y oscura. Los miércoles y sólo esos días Germán
saludaba “Gabriela, buenos días” y pasaba en toalla blanca y chanclas de cuero
negro con el jabón, la crema y la máquina de afeitar para darse un largo baño.
Después, su bluyín recién aplanchado y su guayabera amarillo pollito,
mocasines italianos sin medias y medio litro de after shave y un toque de Pino
Silvestre y esperaba leyendo en un grueso libro de las obras completas de Marx,
hasta que tocaban la puerta a eso de las dos de la tarde. Abría
reverencialmente y hacía pasar a Juan B. Arteta, eterno candidato al Concejo de
Barranquilla por el Partido Comunista Colombiano.
La tarde la
llenaban de verdades generales del marxismo, anécdotas históricas de la revolución
bolchevique, los avances incontenibles de las fuerzas sindicales y al final de
la tarde se cruzaban insultos de mamerto a extremo izquierdista, de
infantilista a revisionista y terminaba la sesión con un portazo y una satisfacción
de secretario regional.
Esa noche el
inquilinato rebosaba de ron y triunfo para oír las proezas del debate con el
P.C.de C. y su E.P. y la inminente derrota del social imperialismo soviético.
II
Hacer teatro
en Barranquilla es un hecho sin igual. Me recibe con los brazos abiertos un
grupo de teatro. Su director Teobaldo Guillén, un moreno, tal vez el hombre más
bien plantado que he conocido en la vida, con unos hermosos ojos negros que
mataba alternativamente tratando de buscar la complacencia de su interlocutor.
Sabía que por ningún motivo podía crear un conflicto, él era el jefe natural
de un grupo que si bien no hacía nada, existía y yo era un intruso. Teo
sonreía, ese era su oficio, tenía unos hermosos dientes blanquísimos que
resaltaban en su curtida piel. Lo único malo que tenía este negro espléndido
era su esposa Matilde, que profesora del Inem, como él, era una fiera digna del
inexistente Zoológico de Barranquilla. Matilde desarrollaba un odio visceral
contra el teatro, sabía que éste era la perdición de su negro y a fe que tenía razón: no estaba
en condiciones de conseguirse otro marido
Teo siempre
estaba dispuesto a reunir el grupo. Un día lo citaba en la Universidad del
Atlántico, otro en su casa (aprovechaba
la ausencia de Matilde), otro en la 72 o en algún sitio. Lo citó mil veces y
mil veces fue imposible hacer una reunión. Los barranquilleros tienen siempre
un compromiso, al fin comprendí que es la gente más ocupada del mundo.
Eran unos
personajes y no sobra agregar que eran todos escritores, como buenos costeños
que se respeten, por ejemplo: Catalino tenía diez y seis años, parecía hijo de
Teo y el más cariñoso de todos, había actuado cuando cursaba segundo año de
bachillerato y ahora era el invitado por su capacidad y su talento que, dicho
sea de paso, jamás se lo pude ver porque no llegó nunca a una reunión.
Teo citaba
desesperadamente a una actriz maravillosa que él había visto en un montaje de
colegio, en donde era profesora de literatura, la disculpaba en cada cita y me
hablaba de las capacidades y talentos para convertirla en la primera actriz del
país. Un día al fin llegó al ensayo (una hora tarde, pero llegó). Cuando me la
presentaron excusé su baja estatura, sus cortos brazos y piernas, su enanismo
manifiesto, su abotagada cara, pero lo que si ya no pude pasar por alto fue su
dificultad para pronunciar la Ce antes de la Te. Los otros eran o maestros o
estudiantes de los primeros años de bachillerato que jamás asistieron a un ensayo
o porque estaban en una pedrea cerca a la universidad o porque, cuando al fin
pude conocerlos, tenían un desafío de “boletrapo” en una de las polvorientas
calles del popular El Silencio contra la barra del Olaya.
¡Ah,
Barranquilla, tierra pródiga para hacer teatro!
III
Y el tiempo
iba pasando y el calor que al principio fue una sensación que me recordaba
amablemente mis vacaciones de niñez en Turbo, se fue convirtiendo en una
tortura que me escaldaba las piernas y que unida a la falta de dinero me
ampollaba los pies por las largas caminadas para buscar a Telecom, único edificio
público que tenía aire acondicionado en aquel desordenado mundo.
A los días ya
todos los empleados de la telefónica me conocían, sabían que yo no pediría
nunca una llamada, pero me toleraban como
acompañante permanente. Me veían llegar, se sonreían, con un gesto amable me
señalaban una de las sillas cómodas y con ese mismo gesto me despedían cuando
dejaban el edificio en manos de los celadores nocturnos. En ningún lugar del
mundo, salvo en el sanitario, he leído tanto como en el Telecom de
Barranquilla.
Después de
descubierto el aire acondicionado el tiempo fue aún más lento, la barriga de La
Flaca más grande, el silencio más profundo, el hambre una costumbre y la
resignación un estado.
Ya por esta
época habíamos descubierto nuestro barrio San Felipe. A todo el frente de la casa
permanecía sentado un hombre hermoso con guayabera blanca; todo el barrio le
rendía tributo con su saludo y nunca faltó el ¡Buenos días o buenas tardes o
buenas noches señor Mandrake! Mandrake había sido mecánico de aviación en los
hangares del aeropuerto de Soledad y un malhadado día al caerse un motor le
cortó las piernas por encima de las rodillas, por eso Mandrake permanecía
recostado al frente de su casa de madera en un taburete sin patas delanteras. No
se necesitaba un ojo aguzado para darse cuenta de que Mandrake manejaba todo el
negocio de marihuana y que su hijo Jaimito, un insoportable y amoroso cagón de
doce años, hacía de jíbaro en La Cita y en otros lugares del convulsionado San
Felipe.
A Mandrake le
gustaba el ron con agua de coco, si no hubiera sido por esto tal vez jamás
hubiéramos hablado con él. En el patio de la casa teníamos un cocotero enano
que vivía en cosecha, allí supe que una palma de coco produce trescientos
sesenta y cinco frutos por año, los mismos que bajó Jaimito con o sin permiso
para el ron de Mandrake. Un día me mandó llamar con su hijo: “Señor Rodrigo,
puede estar tranquilo que en este barrio no le pasa nada y llévele a la niña
Gabriela esta jarra de jugo de guayaba que le sirve mucho para la preñez”. A
partir de aquel momento, todos los días Mandrake me tenía una jarra de jugo a
cambio de los cocos de nuestro patio, él tenía un guayabal en el suyo.
Los choferes
de las “guaguas” nos reconocieron desde la segunda vez que subimos a sus
destartalados buses de madera: -“Un puesto para La Flaca, que tiene la barriga
llena de huesos.”¡Ajá! ¡Gringo, siéntate aquí!” y viajaba en el puesto del
confidente (un cajón que tapaba la batería al lado izquierdo del chofer).
“¡Ajá, Gringo, saca la mano!”. -”Gringo, devuelta de dos” y entonces era
ayudante de bus por un rato, único oficio que desempeñé en Barranquilla en toda
mi estadía.
Stella, una
empleada del Ley que nunca supe en donde vivía se aparecía de vez en cuando con
carimañola para la señora Gabriela, ella nunca había visto una barriga tan
grande y cierto es que Gabriela era tan flaca que su barriga parecía
desproporcionada para aquel cuerpecito.
Y las tías...
las tías. Viendo el profesor Peña las dificultades por las que atravesaba el
joven matrimonio, nos recomendó ante unas ancianas tías suyas que tenían un
granerito a cuadra y media de nuestra casa para que nos abriera una cuenta en
caso de necesidad. No bien se había despedido el misericordioso intelectual, yo
estaba pidiendo salchichón por tajadas, una libra de arroz y seis huevos para
inaugurar el plato que se repetiría día a día hasta el fin del embarazo de Gabriela.
Creo que El Profe pagó siempre los pedidos. Estoy seguro de no haberlo hecho yo
porque en aquella época no mantenía ni
un peso en el bolsillo.
¿Qué hacían
un jovencito de veintiún años, hijo de una familia pequeñoburguesa, de la mejor
extracción jesuítica y educado en un ambiente profundamente religioso y conservador
y su joven esposa, hija de un millonario cafetero, de gustos extravagantes que
había puesto los ojos en su hija para llevarla de su mano por Balzac, Víctor
Hugo y los otros clásicos franceses, en estas tierras del calor y el vallenato?
Recién
pasados a la “mansión de San Felipe” salimos a conocer el vecindario:
arquitectura de tierra caliente que unida a la pobreza, configuraba el
conjunto urbanístico más feo por el que había caminado en toda mi vida
Las calles
polvorientas, de una menuda arena perla sucio; las casas, casitas y casuchas de
colores pasteles diluidos por el tiempo, chorreadas por el agua y resecadas
por el sol. Los techos de zinc, paja o eternit rebotaban la luminosidad de la
tarde a modo de espejos unos contra otros y como la resistencia superior de un
horno cerraba el espacio con su hiriente reflejo y nos obligaba a caminar con
la cabeza abajo, los ojos entornados para espantar el también hiriente reflejo
del suelo. No se movía una hoja de los escasos almendros, el aire estaba
detenido entre la tierra y el cielo y reverberaba. La estridencia de mil
vallenatos que salían disparados por las ventanas y puertas de las casas, los
gritos de mil comadres de alero a alero contando los chismes, los agudos lamentos
de jovencitas peleándose, los roncos gritos de hombres borrachos, los
seiscientos cincuenta niños por metro cuadrado en febril lucha en medio de la
polvareda y la barahúnda detrás de la “boletrapo” configuraban el edénico lugar
en donde habíamos escogido vivir.
La barriga de
La Flaca crecía desmesuradamente y en proporción directa a nuestra soledad.
Los inquilinos de la casa seguían allí como presencias vocingleras que habíamos
decidido ignorar. Encerrados en una celda conventual permanecíamos la mayor
parte del día en el bochornoso calor oscuro, acompañados por nubes de moscas,
zancudos y cucarachas voladoras del tamaño de tortugas.
Habíamos
depositado doscientos cincuenta pesos en la Clínica Colombia como adelanto para
el parto que no sabíamos ni para qué día ni de qué mes. A estas alturas del
embarazo, Gabriela jamás había ido al médico, llevaba su preñez con la
naturalidad de un animalito montaraz y con la tranquilidad con que habíamos
hecho el amor en los apartamentos en donde nos cogía la noche después de
intensos días de lucha estudiantil y de agotadores ensayos de teatro en la
Universidad de Antioquia.
La Clínica
Colombia en la esquina de la 65 con 28, era en realidad un abortadero que nos
ha- bíamos encontrado en una de las caminadas obligadas en busca de un poco de
paz y soledad, y que quedaba a cuadra y media de la casa. Después de hablar
con la enfermera, una diosa guajira venezolana de olivos en los ojos y en la
piel, decidimos que ésta sería la clínica para el parto: estaba cerca de la
casa y al alcance de nuestro menguado presupuesto; sólo faltaba esperar las
lunas y los dolores.
Entre tanto
el tiempo continuaba detenido en la humedad, el sopor y la tristeza.
IV
Los sábados
viajaba a Baranoa, una especie de caserío extraviado de la sabana africana; debajo
de un inmenso tamarindo en el patio comunitario de las chozas, pude hacer al
fin un ensayo de teatro. A las diez de la mañana las empalizadas que marcaban
los límites del improvisado escenario se llenaron de ojos chiquitos, de ojos
ancianos, de ojos femeninos. Al ensayo asistieron veinticinco mulaticas del
Liceo Municipal, que nunca supe por qué habían ido, porque ninguna de ellas
había asistido jamás a una obra de teatro. Me tocó improvisar un ensayo de
ejercicios coreográficos al son de una tumbadora que tocaba una niña de doce
años y que llevaba ritmos frenéticos que todas seguí-an, desnudando sus genes
negros. Al final, por todas partes, brotaron aplausos y felicitaciones para las
participantes. La gente me miraba como un marciano barbado y todos los niños
querían tocarme y se ofrecían para el próximo ensayo. Después de tanta hambre
pude saciarme: había hecho teatro al fin y de la casa de los Martinianos me
invitaron a almorzar tortuga, arroz con coco, patacón y jugo de corozo.
Al buscar la
flota de regreso para la metrópoli comprendí por qué los hombres habían faltado
a la cita: todos estaban bebiendo ron Tres Esquinas con soda y Coca-Cola en el
único billar del pueblo. Brindé con ellos un trago de ron y nunca más volví a
Baranoa.
V
Y un día
llegaron los carnavales a Barranquilla, el profesor Peña, como buen samario,
huía todos los años de esas endiabladas fiestas; era un hombre sereno,
meditabundo, el único costeño que he conocido en mi vida de hablar suavecito,
lento, en un castellano perfecto y con una musicalidad seductora: -“P-á-s-a-t-e...
p-a-r-a... m-i... c-a-s-a... e-s-t-a... s-e-m-a-n-a... d-e... c-a-r-n-a-v-a-l...q-u-e...
a-l-l-í... v-a-s...a... e-s-t...a...r
...m-á-s...c-ó-m-o-d-o,... t-e...d-e-j-a-m-o-s...l-a... n-e-v-e-r-a... p-l-e-n-a...” y aunque comprendí que mi
viejo amigo lo que necesitaba era a alguien que le cuidara su casa por una semana,
acepté mi nuevo puesto de celador. Al fin me permitía alejarme unos días del
infierno del inquilinato y Gabriela podría descansar de su encierro. Pasar unos
días en el Barrio El Paraíso era ya un principio de milagro sin tener que
soportar aquel pueblo enloquecido de música, ron, harina y baile que se
presentía en San Felipe, por las verbenas semanales que habían hecho preparando
el carnaval.
El miércoles
recogimos nuestros escasos trapos en la única maleta que teníamos y que ya
estaba dispuesta como cuna para el próximo inquilino. El profesor Peña nos dejó
en su casa. ¡Solos al fin! ¡A la nevera! ¡Al televisor! ¡Al equipo de sonido!
¡A la biblioteca! Como niños en una casa embrujada visitando aparatos que hacía
meses no veíamos. Un merecido sosiego, un justo descanso.
Y el jueves,
y el viernes deambulamos por las sosegadas calles de aquel barrio pequeñoburgués
que nos parecía el cielo y cada entrada a la casa, un asalto a la nevera para
recordar sabores perdidos y temperaturas ajenas. Ya no había calor, ni
humedad, ni aburrición.
Las delicadas
brisas atemperaban el día. Un sábado como ninguno en mucho tiempo. Salimos a
caminar por las alamedas de aquel conjunto de amplias casas que con sus porches,
sus antejardines enverdecidos por las regaderas de las criadas, sus sombríos
de almendros, sus buganvilias coloridas, se convertía en una isla idílica en
aquella Babilonia carnestoléndica. Los últimos centavos los gastamos
despreocupadamente en chucherías, para acompañar una larga tirada de televisión
en esa tarde de sábado, en el supermercado “Olímpica” cerca de nuestra nueva
casa.
A pesar de
los esfuerzos y la gula la nevera seguía llena. Un litro de leche y un frasco
de brevas con arequipe para la glotonería en reposo de Gabriela fueron el suave
postre de jamones en sanduche con lechuga y tomates frescos. Un banquete de
juventud.
Después de
semejante revoltijo romano, lo único que queda es un dolor de estómago. Encontré
sin mucho esfuerzo un Alka-Seltzer y con un regaño propio de un prefecto de
disciplina se lo serví a Gabriela y me senté a hacer malacara frente al
televisor.
¿A quién se
le ocurre un dolor de estómago un sábado de carnaval en Barranquilla? Y cuando
el dolor se prolongó más allá de dos revistas Cromos viejas que leíamos en el
sanitario permanentemente, adiviné que Gabriela estaba embarazada. Como
ninguno de los dos sabía nada de esas ciencias salimos a la calle a preguntarle
a alguien, con tan buena suerte que en la casa vecina, una criada negra uniformada
de negro con cara de matrona y que regaba con una manguera los crotos de
colores y los crespos cuernos de hojas gigantes, nos confirmó el lejano
presentimiento: -” ¡Ajá! La niñita ya comenzó, ¿y quién te la va a atender?”
¡Ay! Ahora
Gabriela estaba de parto y no habí-amos alejado justamente el día indebido de la
Clínica Colombia y sin un peso en el bolsillo. Cuando la matrona negra de la
manguera hubo oído nuestros lamentos: -“¡Ah! Estos muchachos tan locos; vuélate
para la clínica que va y te coge en la calle… y por los veinte pesos no te
preocupes que yo se los cobro al profe Peña”
Nos recibió
en la Clínica Colombia la de los ojos olivos. La clínica era una casa
cualquiera de barrio con tres habitaciones: la una, el consultorio-quirófano,
en la otra la pieza de las pacientes y la tercera la recepción, tan improvisada
como todo el conjunto.
-“La niña se
queda, tú no puedes quedarte acá, déjanos el teléfono y te avisamos cuando
nazca la criatura”. Con el tiempo le he perdonado la dureza y la he vuelto a
ver bella en el recuerdo, al fin era la única costeña en todo Barranquilla que
no estaba bailando aquella noche. -“Y tráete una pijama para la seño”. Y vi
desaparecer a Gabriela, por primera vez lloraba, y yo mudo, seco, vacío y
quemándome la veía chiquitica, indefensa, entrando en un infierno que me
estaba vetado.
Con los $2,20
de la devuelta del taxi me compré un paquete de Pielroja y hasta el último
centavo en esos panes dulzones que sólo venden en las tiendas de Barranquilla.
Todo era
oscuro: la luz de la calle, la luz de la casa, el griterío de las verbenas
callejeras. Salí a caminar por los polvorientos callejones que ahora estaban
transformados en consecutivas pistas de baile, separadas unas de otras con
frágiles enramadas de hoja de palma. En cada cuadra un pick-up a volumen
impensado que golpeaba el pecho y aceleraba el ritmo del corazón. Todos los
muebles en los porches de las casas y mesitas en las aceras con dulces y
aguardientes para atender las hordas de bailarines enharinados.
La harina, el
calor, el sudor y el vallenato producían una masa desagradable que se movía convulsivamente
al ritmo de una genética desconocida para mí.
Me senté al
lado del teléfono a comer panes dulzones, a fumar y a dejar que el tiempo pasara
en la casa de Lucho Arrieta, di el número de su casa pues sobra decir que en
nuestro inquilinato no había teléfono.
Lucho era un
momposino pródigo que había abandonado su ancestral filigrana para dedicarse a
enseñar química en un colegio oficial y a beber todas las noches. Su casa
era una fiesta. Allí estaba prohibido el vallenato pero una vieja radiola
Philips rascaba porros de 78 R.P.M. veinticuatro horas al día. En vísperas
de la Gran Parada, la casa de los Arrieta era un báratro de ruidos, de
sofocadas parejas y de chorros de ron. Sentado al teléfono miraba aquella
escena; me sentía lejos, extraño, extranjero. Me preguntaba cómo sería yo si hubiera
nacido en Barranquilla.
En medio de
aquel orden escatológico yo esperaba la llamada de la princesa guajira.
Deshice el
camino de los bailes en segundos, la noche había cedido al día la luz tenue de
las tres de la mañana y con ella un coro de borrachos danzarines que se abría
a mi paso y lanzando harina me saludaban. Recibí el tributo de sus bárbaras
costumbres con la comprensión y felicidad de un antropólogo. Me esperaba en
la puerta de la Clínica Colombia un hombre blanco, alto y fornido que más
parecía un ingeniero civil que el doctor Vallejo, dueño de aquel negocio
próspero que atendía hasta en las noches de Carnaval. -“No fue fácil, pero todo
salió bien. Pase a saludar a la señora y a conocer al niño”.
Dos mujeres
recién paridas con sus críos, todos rendidos por esa lucha con la vida eran
atendidos piadosamente por la de los ojos olivos, que ahora vestida toda de
blanco iluminaba aquella habitación sórdida, de camas estrechas en fila. -“Ajá!
Mira a tu Joselito Carnaval que bien salió” y vi aquel amasijo largo, flaco y
húmedo que tenía una capa de vello negro desde las cejas hasta las nalgas,
tirado boca abajo. Lo reparé detenidamente parte por parte, a la distancia del
miedo lo hice voltear para verle la cara, las manos, todo su cuerpo; en aquel
estado de humedad y arrugamiento no podía distinguir lo malo de lo bueno, ni lo
bello de lo feo. Era simplemente un niño recién nacido y yo jamás había visto
uno. Gabriela estaba allí acurrucada y aunque demacrada y dormida, su cara era
un himno de alegría y satisfacción.
El doctor
Vallejo me esperaba en la puerta para recordarme que le debía doscientos cincuenta
pesos del contrato y cincuenta pesos por la noche de la habitación, que ahora
era llamada de postparto.
La casa
estaba tan silenciosa como las calles. Nuestros inquilinos atravesaron la
cuarta dimensión del Carnaval y por fin habían abandonado la casa al menos
por unos días; sólo Alejandro en su blanquísima pulcritud me esperaba con un
arroz refrito y unos huevos revueltos. Me senté a escribir no sé qué y me
quedé profundamente dormido hasta cuando el sopor de la media mañana me recordó
la deuda de los trescientos pesos.
No más pisé
la calle, recién bañado, con mis pantalones azul claros y la camisa blanca, de
todas partes llovieron bombas de agua y kilos de harina y un coro de mujeres y
niños celebraban el nacimiento de mi Joselito, y al frente Mandrake, desde su
silla, brindaba con ron y agua de coco y me ofrecía de nuevo su jarra con jugo
de guayaba para la recién parida.
Las tías
venían de regreso con un portacomidas, todo el barrio se había enterado ya del
nacimiento del hijo de la flaca de la barriga grande. La mañana había
sido una romería a la Clínica Colombia. Y así pasaron el lunes y el martes. El
jugo de guayaba de Mandrake, las carimañolas de la empleada del Ley y los portacomidas
que van y vienen de la casa de las tías y cada día cincuenta pesos que se suman
a la cuenta y aún falta mañana, Miércoles de Ceniza, inicio del ayuno y la Cuaresma
y final del Carnaval.
Los llantos
por la muerte de Joselito Carnaval, se confunden al amanecer del miércoles con
los lamentos de pobreza y de guayabo en que ha quedado sumida la ciudad. Asaltada
por la rumba, los disfraces, el ron y el vallenato, Barranquilla es una ciudad
en ruinas y sus habitantes sobrevivientes de una catástrofe que señalan con
cruces sus frentes para emprender el nuevo ciclo de vida.
El
inquilinato se ha poblado de nuevo de ojerosos fantasmas sedientos, que deambulan
semidesnudos entre la ducha y la sombra de la palma de coco. ¿Cómo rehacer su
moral proletaria después de los desmanes del Carnaval, sin cenizas en la
frente como lo hacen los católicos?
No hay en
todo Barranquilla cuatrocientos cincuenta pesos. Me niego a pedir un favor más,
a un ruego más, a una súplica más.
No me quedó
otro remedio que llamar a Medellín, avisar en mi casa que ya eran abuelos y
tíos para que liberaran a Gabriela y al nieto de ese infamante estado a donde
los había llevado mi hybris juvenil.
Incluso la
llamada telefónica fue sumada a la cuenta. Cuenta que pagó hasta el último centavo
el señor del Dodge Dimond verde limón último modelo, que se llevó esa noche a
Gabriela con su hijo. -“Y mañana la embarco para Medellín a las diez de la
mañana en el vuelo de Aerocóndor. Sólo supe que una llamada había hecho el
milagro.
Y cuando
retiraron la escalerilla del avión, entendí que me tocaba quedarme en Barranquilla.
Solo,
profundamente solo caminé de Soledad a San Felipe sin prisa, sin pensamientos. No
sentía calor ni sed ni hambre, únicamente una inmensa tristeza y un odio
infernal contra el mundo y contra mí mismo.
VI
Mi pluma Parker
51 que había sobrevivido a todas las calamidades cogió el camino sin regreso a
una prendería en la Calle de las Vacas. Al inquilinato lo invadieron el
silencio, el desorden y la mugre. Ya todo había terminado y habíamos quedado
desolados y tristes. La invalidez había acallado mi boca. Temprano en la
mañana buscaba refugio en Puerto Colombia debajo del destartalado muelle, allí
pasaba las horas con el descompasado caminar de los cangrejos, con la caída en
picada de los torpes alcatraces, con la llegada de las canoas. Dos o tres veces
al día caminaba descalzo por la playa de arenas negras, pero nunca fui capaz de
traspasar el horizonte y regresaba al sombreado refugio de aquel muelle
abandonado.
Tenía algo de
poético, de romántico, de atractivo quedarse quietecito y silencioso con los
ojos cerrados dejando que el cuerpo se poblara de pequeños cangrejos para que
con un movimiento todos salieran huyendo y verlos pelearse por un refugio en
la arena.
En todos esos
días de Puerto Colombia sólo le permití hablar a Rulfo, que con el misterioso
sonido mexicano de su “Llano en Llamas”
me procuraba una especie de consuelo. El libro me lo había llevado de regalo el
profesor Peña y fue lo único bueno de toda mi estadía en Barranquilla.
El Regreso a
Medellín no era una opción, era la obligación en la derrota.
Una nueva
llamada a Medellín y un nuevo milagro: Un camión de Transportes Rafael Salazar
estaba al frente de la casa. Cargaron sin ningún cuidado todos y cada uno de
los pocos bártulos. La casa quedó vacía, los inquilinos habían huido
presintiendo el desastre. Vi alejarse el camión después de perdida mi esperanza
de viajar en él. No volví a entrar a la casa. Por debajo de la puerta dejé la
llave, y con Mandrake, -”Dígales que ya no voy a volver.”
Caminé hasta
el Paseo Bolívar, una caminada lenta como tratando de borrar toda memoria.
Ya no estaba
en Barranquilla. Ahora estaba en el territorio interior, allí en donde ni un saludo,
ni una burla, ni la bulla, ni el calor, ni el vallenato pueden penetrar.
Por allá en
el fondo todavía sentía algo de mi responsabilidad y quería quedar en paz con
el T.A.R. y con el partido que me habían desplazado con “los pies descalzos”.
Llamé a Camacho y después de informarle de mi lamentable situación y
suplicarle que me comprendiera, me respondió con la sequedad científica de la
organización política: “Usted depende es del Regional del Atlántico”. ¡Ja!
Regional. Una recua de patanes más pobres mental que físicamente a quienes no
les debía ninguna explicación.
¡Adiós,
Barranquilla, Puerta de Oro!
Diez y siete
horas en bus por la maltrecha carretera llamada “A la Costa” fueron
suficientes para irritar mi odio acumulado por meses y para jurar en cada curva
del camino que jamás, bajo ningún motivo ni circunstancia, volvería a
Barranquilla, la ciudad más fea y más maluca -incluyendo a Montería- que había
conocido en toda mi vida.
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