Una
ciudad fundada en 1675 y no tener en su acerbo una sola producción de una
siquiera de las obras del Cisne del Avon, es un poco más que lamentable: es una
calamidad brutal.
Si el desconocimiento del Dios de los
católicos llevó a los padres de la iglesia a calificar de infieles a los
aborígenes de estas tierras y a emprender campañas evangelizadoras e inquisiciones
para cambiar los dulces dioses paganos por el terrible Supremo, ¿cómo no se les
ocurrió a nuestros antecesores parnasianos hacer de Shakespeare el testigo de
la barbarie y brutalidad de nuestra conquista, el narrador de las epopeyas
libertarias, el comediante de las interminables patrias bobas, el trágico dramaturgo
de esta tragicómica historia que ha sido Colombia?
Tuvo que llegar el año 79 del siglo XX, 304
años después de la fundación de la
Villa de San Lorenzo de Aná para
que arribara el poeta inglés a la escena medellinita. ¡Un viaje demasiado
largo! Y llega de la mano de una tropa de jóvenes imberbes, algunos de ellos
sin noticia alguna del bardo isabelino. Y emprendimos la lectura de las obras
completas: 2.209 páginas de la edición de Aguilar, para un grupo que
apenas si tenía noticia de la existencia del teatro, con una precaria formación
intelectual y sin un recuerdo escénico de un solo montaje de una de las
obras de Shakespeare. Esta ya era una tarea gigantesca y un paso adelante en el
teatro de nuestra ciudad y la cumplimos con la dedicación de la pasión juvenil.
Así como cuando años antes, en el grupo universitario de La Brigada de Teatro, en el montaje de La Madre de Brecht nos habíamos sumergido
hasta el cansancio en la historia de Rusia , en la historia del PCUS, en los
interminables debates de leninistas, troskistas, anarquistas, socialdemócratas de la II y
III Internacionales Comunistas, así ahora con Shakespeare nos su- míamos en La Guerra
de las Dos Rosas; las casas de
York y de Lancaster se nos fueron volviendo familiares y las genealogías de Juanes,
Ricardos, Eduardos y Enriques y sus bárbaras proezas se nos convirtieron en
tema diario de las conversaciones del grupo. Y las comedias y las tragedias y
las griegas y las romanas se nos presentaban como un material infinito de
estudio sobre el hombre, sobre la sociedad, sobre el teatro.
Shakespeare, el creador del universo, nos llevaba
de la mano en esta, nuestra primera incursión seria en el insondable teatro. ¡Qué
mundo inmenso el que se nos abría con la obra de Shakespeare!
Inundaban nuestras mesas de trabajo y de noche
textos sobre la obra, la vida, la época del poeta, así como análisis de sus
obras, memorias de montajes de actores y directores. Materiales gráficos fueron
llenando carpetas y paredes de la sede de Pequeño Teatro.
La Sede: Un decir, pues en realidad era un tugurio
con un lote enmontado, lleno de escombros, de rila de gallina, de basura,
heredados de los múltiples usos que nos antecedieron en lo que ahora
pomposamente llamábamos La Sede. En lo
que podíamos llamar la parte techada llovía más que en el patio y el patio entraba
a la parte cubierta, pues no había pared que lo separara. Para ser franco, lo
que teníamos era una acera a medio techar en el centro de una escombrera
cubierta de malezas y localizada en Villahermosa, un barrio popular, al frente
del bar El Silencio, refugio de reducidores, ladronzuelos y malandros que
bebían y jugaban a las cartas desde el amanecer hasta el amanecer, atendidos
por un gigante de cuento infantil que montaba una Harley, y que nos atendía y
nos cuidaba como a niños de esa horda de bacanes, que con el tiempo se hicieron
nuestros amigos y que nos cuidaron de los otros peores del barrio.
Habíamos llegado a aquel patrimonio arquitectónico
para convertirlo en nuestra sede después de pasarnos meses leyendo la Guía del
Hogar, los clasificados del periódico El Colombiano, y visitando cuanta ilusión
éramos capaces de crear. Era tan exiguo nuestro presupuesto que no alcanzaba
para alquilar el más mísero local en oferta en toda la ciudad, y cuando
encontrábamos algo: un grupo de teatro no era persona fiable y menos alguno de
sus integrantes, entre todos no reuníamos un salario mínimo mensual que debía
estar por aquellas calendas en los $1.200, y menos conseguir entre todos los
amigos del teatro algún fiador con propiedad raíz. Una radiografía financiera
del teatro que nos aseguraba un futuro promisorio.
Mientras esperábamos el milagro de encontrar
algo para la sede seguíamos ensayando en mi apartamento en Guayaquil, un
hermoso apartamento en el edificio de Confortativo Salomón (sic) en Junín con
Maturín, en pleno corazón de un convulsionado barrio del centro de la ciudad.
Hasta Shakespeare hubiera envidiado aquel lugar, rodeado de bailarines de
salsa, artesanos, comerciantes menores, reducidores, vendedores callejeros y
puticas, para allí construir su Globo.
Y el milagro se hizo. Un día apareció en La Guía del
Hogar este clasificado: Se alquila casa lote en Villahermosa, calle 66 #40- 44.
Eduardo y yo corrimos con el presentimiento de que ese era nuestro lugar, el
que tanto habíamos anhelado. Y ese era. Cuando apresurados llegamos a la
agencia de arrendamientos a discutir los términos del negocio, nos encontramos
con un viejito negociante en joyas, famoso en la ciudad porque había estado
involucrado en un millonario robo a la joyería Aguamarina, años atrás. Nos
recibió amablemente y mientras terminaba su conversación telefónica,
husmeábamos en el escritorio en busca de alguna señal que nos diera ventajas en
la negociación. Y sí, la encontramos: una vieja edición de las obras completas
de Shakespeare abierta en la página 1.587. Eduardo recibió el permiso de don
Jaime, que continuaba al teléfono y me leyó en voz baja: “Si con hacerlo
quedara hecho… Lo mejor, sería hacerlo sin tardanza.”
Cuando don Jaime se enteró que el negocio era
con unos actores y con un grupo de teatro, al contrario de lo que siempre había
sucedido, se alegró y ya no se habló más de canon de arrendamiento, ni de
fiadores, ni nada sobre el negocio. El viejo libro de Shakespeare pasó de mano
en mano, y leyendo apartes de sus obras se cerró el negocio de arrendamiento.
A diferencia de lo que le pasa a todos
aquellos que pagan arrendamiento, nosotros no veíamos la hora de que llegaran
los primeros días del mes para cumplir nuestra cita con don Jaime, doña Raquel
(su esposa) y don William Shakespeare, que transfigurado en la vieja edición de
Aguilar fungía como nuestro codeudor y fiador de la casa lote que sería nuestra
sede por algunos años. Y allí, 363 años después de su muerte recibiríamos su
legado y su respaldo para el montaje de Macbeth, primera obra de Shakespeare
que se haría en Medellín.
Proyecto macrocefálico, dijo Alberto Aguirre,
de nuestra propuesta de montar Macbeth, con cierto tufillo de desalentar
nuestra empresa. En Medellín, el teatro ha sido mirado como un arte menor y con
desprecio por los círculos intelectuales. La gran mayoría de los iniciados de
la ciudad se han negado por años a aceptar la existencia del teatro y a asistir
siquiera a una de las tantas funciones que se han realizado en estos treinta y
muchos años que ahora recuerdo. Justo reconocimiento a los pocos, que rompiendo
sus prejuicios han aceptado el hecho teatral, confieso que lo haré en su momento.
No es el miedo o el temor al fracaso o al
ridículo el consejero de un aventurero. La osadía de la juventud, mezclada con
la pasión y la disciplina abren caminos negados por el pavor a lo desconocido y
nos lanzamos al vacío, desatendiendo los atinados recados de algunos ilustres
amigos.
Había regresado de mi primer viaje a Europa
con la certeza de la necesidad de emprender “proyectos macrocefálicos”. Haber
visto la Royal Shakespeare de Peter Brook, de Peter Hall, de Trevor
Nunn en Londres y en Stradford- upon- Avon ; la
Comedie de Monseur La Salle en
París; el Piccolo Teatro de Milán de Giorgio Strelher con su maravilloso “Arlequino Servidor de dos Señores” de
Carlo Goldoni en el Odeón de París; “La Cantante Calva” de Ionesco en un teatrico minúsculo en el
Barrio Latino, haber visto esto y más y
haber recorrido una Europa deslumbrante pesaban mucho más que los sesudos
comentarios desalentadores que escuchábamos a nuestro alrededor.
Y sin mediar palabra, emprendimos el camino
hacia el conocimiento, que por siglos se nos había negado, confiando sólo en el
azar, en el clima y en don William Shakespeare: en el azar porque no teníamos
ni la más remota idea a dónde íbamos a llegar, en el clima porque si llovía no
podíamos ensayar en la casa lote del cuento y en el poeta porque ya
sabíamos que nosotros también éramos de su propia cosecha, cuando entendimos
sus últimos versos, “estamos entretejidos en la misma urdimbre de nuestros
sueños”.
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