BAUTIZO DE PEQUEÑO TEATRO
Anacleto Morones
Había roto con mi
mundo juvenil y ahora de regreso en Medellín era un inmigrante en mi propia
ciudad. Había abandonado la universidad sin trámites, con la certeza de la
revolución y del teatro y ahora aunque quisiera me era moralmente inaceptable y
jurídicamente imposible volver a ella. Los amigos del barrio me miraban con el
recelo propio de un descarriado y la familia con la conmiseración del hijo
pródigo.
El camino entre la Flota Magdalena y mi casa -como siempre hemos
llamado la casa paterna- lo recorrí como lo hacen los flagelantes de Santo
Tomás los viernes de Pasión, dos pasos adelante, un paso atrás. Cuando avanzaba
sentía una cierta alegría por volver a ver a Gabriela y a Gregorio -mi mamá
inconsultamente había bautizado al crío por el rito católico y no estábamos en
posición para discutir nada, y cuando me detenía o retrocedía sentía una profunda
pena por mi incapacidad, una vergüenza por mi derrota y terror por el día
siguiente.
El Poblado era en ese entonces un barriecito bucólico en donde todos
éramos familiares y en donde desde los choferes de los buses hasta los loquitos
callejeros saludaban de nombre propio. La última cuadra antes de llegar a la
casa la recorrí paso a paso presintiendo las miradas de doña Cecilia Fonnegra,
de las beaticas Faciolince, del padre Palacio y del padre Botero, de doña
Pastorcita, de misia Saturia y de misia Edelmira y de todas sus descendencias y
ascendencias que ya estaban enteradas de las vicisitudes del hijo de Marielita
que se había enloquecido por estudiar en la Universidad Nacional, había tenido
un hijo con la hija de un señor Escobar de Andes y que ahora regresaba para
hacer sufrir a esa familia como ha sido de buena.
La entrada a la casa fue la confirmación de la derrota, nadie dijo
nada. La magnanimidad de los vencedores hace más humillante el estado de
desgracia. Todos me esperaban, me tendían los brazos, me ofrecían consuelo y
comprensión. Gabriela me miró con sus desmesurados ojos saltones, que ahora en la
llamada dieta estaban enmarcados por unas profundas ojeras, y me ofreció al
niño solicitando un reconocimiento tal vez o exigiéndome la aceptación de la
nueva y humillante situación. Ahora mi casa, que ya no era mi casa, la sentía
extraña. Fuimos a vivir al cuarto en donde yo había nacido veintidós años
atrás.
Encerrado en una pieza con una reliquia de máquina de escribir los
días eran infinitos, las horas de comida y el encuentro con la familia
sacrificios y la presencia de la maternidad un torturante llamado a una
responsabilidad que no quería aceptar.
Pasaron eternidades. Me hice viejo en días y al fin acepté trabajar
con Ignacio Sanín, un primo y amigo de la niñez, ahora convertido en gerente de
una gran empresa funeraria y en el más arrogante de la familia más arrogante.
Sentía que el castigo iba a ser del tamaño de la aventura y haciendo el llamado
a la resignación cristiana emprendí mi carrera de empleado.
Asistente de este joven y exitoso ejecutivo que gerenciaba las
empresas de su suegro, ejercí los oficios más desconocidos para mí: cuadrar un
balance, asistir a las reuniones de vendedores de tumbas y ayudarlos con sus
manuales y materiales de ventas; con la incipiente tecnología de computadoras
sistematizar una cartera de más de tres mil clientes; tramitar las escrituras
de las tumbas en las notarías; manejar un equipo de cobradores, preparar los
materiales gráficos para las juntas a las que asistía el doctor Sanín; volar en
cuadro para liberar de responsabilidades a Rosa Helena, la administradora de la
casa de velaciones, cuando una noche de domingo llegaron con el primer mafioso
asesinado en Medellín y tenían convertida la sede funeraria en un conciliábulo
en donde no faltaba sino don Vito Corleone; reforzar a Hildebrando, en el
jardín cementerio, cuando llegaron con el entierro de un chofer de Manrique que
se había matado el día anterior pasándose de tribuna en el concierto de la Sonora
Matancera y que ahora paseaban su cadáver en silla de mano al son de “Quiero decirle adiós a mis muchachos”.
En fin, cumplía el doctor Sanín su sentencia: “Aquí te voy a reeducar para que
dejes esa bobada del teatro.” ¡Tantas veces había oído eso!
Afortunadamente ese ajetreo de empleado de confianza lo mezclaba
clandestinamente con mi actividad de teatro en las noches y con los encuentros
con mis viejos compañeros de La Brigada y del M.O.I.R.
No hay en el mundo nada más apasionante que hablar de política, sobre
todo cuando uno tiene veinte años. Revivimos la vieja costumbre de las
interminables tertulias de Versalles en donde consumíamos tinto por litros y
cigarrillos por kilos y en donde despachábamos dia-riamente desde las tácticas
de Churchill para el Día de la Victoria, la Línea Maginot, el Cerco de Leningrado,
la Guerra Fría, “Yo soy Francia”, hasta los más triviales cambios y luchas
internas de las organizaciones políticas del país: que el P.C. de C., que el
P.C.de C. (M.L.) y su E.P.L., que el B.S., que el P.S., que el E.L.N.
(camilista) y el no camilista. Saturados en fórmulas químicas y galimatías
alfabéticos terminábamos hablando de cine, de arte o de literatura pero siempre
prendidos de la epopeya social del Guernica
o de Los Fusilamientos de Mayo, de El Canto General o Mayakovky; de Las Uvas de la Ira o Reportaje al Pie del patíbulo; de El Acorazado, Octubre o de El Cuarteto para
el Final de los Tiempos.
En esa habladera huía de mi mundo y soñaba con el teatro.
“Ignacio:
Necesito una licencia para ir al Festival de Manizales.”
Sin puesto en Montesacro regresé ocho días después para dedicarme
definitivamente al teatro. Terminó así mi corta carrera de empleado por
desconocer la autoridad del arrogante primo-gerente que me había negado la
licencia.
II
El montaje de Anacleto Morones estuvo rodeado de cosas maravillosas.
La versión del cuento la había escrito en mi ostracismo después de mi
regreso de Barranquilla. Rulfo se me había vuelto una obsesión y aunque ya
habíamos trabajado uno de sus cuentos en la Universidad Nacional –“Paso
del Norte”, bajo la dirección de Jairo Aníbal Niño- , Anacleto se me
revelaba como un texto escrito para nuestra pacata e hipócrita realidad. Un
texto de una profundidad sorprendente bajo esa capa de sencillez y de calma que
es toda la obra de Rulfo. La palabra exacta, el lenguaje exacto.
Pero proponer en el seno de un grupo orientado por un fundamentalista
marxista un texto como “Anacleto” era
someterse a un intenso debate. Los restos de la vieja Brigada, si es que eran
restos, en manos de Efraín Castellanos, un destacado militante del M.O.I.R. de
la gélida y teatral Manizales, que había sido desplazado a Medellín, estaban
convertidos en una célula de discusión de las políticas partidistas y la
actividad creativa había cedido a la especulación propia de los
“profesionales de la revolución”. El grupo que ahora se llamaba “Columna de
Fuego” estaba conformado por jovencitos apasionados entre la marihuana y el
marxismo y su jefe, un rollizo militante que se movía con certeza entre los
organismos del partido, había garantizado las asociadas fuerzas del frente
artístico para otras tareas del M.O.I.R. Era tal la ceguera y tal la ignorancia
de la dirección regional y del ungido en “Columna de Fuego”, que los las obras y
los textos eran desahuciados porque en ellos no se trataba el problema obrero o
el problema agrario y en últimas porque en ninguno de esos textos figuraba el
programa del partido.
Una organización artística como una política merecen hombres de
altísimo vuelo intelectual y cultural y nosotros, hijos de esta pobre sociedad, inmersos en la ignorancia, nada podí-amos hacer contra el sino de la
incultura. Al arte y a la política les ha tocado en este país enfrentar una
lucha desigual entre la ignorancia y la inteligencia. Pero las maquinarias se
imponen y derrotan fácilmente cualquier llamado a la reflexión por fuera de los
férreos principios de una organización.
Sometidos a la gayola del regional y de su secretario Alfonso Calderón,
ninguna organización de ningún tipo podía producir nada bueno. Como en efecto
no lo produjo. Cuando unos pocos convencidos de la necesidad de montar una obra
de arte y abandonar definitivamente los panfletos ilustrativos de las tácticas
políticas, logramos ponernos de acuerdo en el seno de “Columna de Fuego”, su
orientador político se aparece al primer ensayo con las obras de Marx,
Engels, Lenin, Stalin y Mao para esclarecernos “el tratamiento correcto de las
contradicciones en el seno del pueblo”, el problema de la religión a la luz del
marxismo y condenar a Rulfo por su “Anacleto Morones” como reaccionario.
Comisarios políticos de la más baja preparación intelectual anatemizando a
escritores venerados y consagrados no podía ser un buen principio. ¡Tantos
errores se han cometido a nombre de la verdad y la justicia!
Desesperado de aguantar tanta bobería, decidí inconsultamente romper
esa célula y emprender el montaje de Anacleto
Morones. Ya me había sometido por más de seis meses a acuerdos de todo
tipo: Que Castellanos dirija políticamente la célula, que Eduardo Cárdenas
-otro sobreviviente de la vieja "Brigada"- dirija artísticamente y yo
acepté ser una especie de fiscal, al fin de cuentas no contaba con fuerzas internas
y menos externas, no tenía el beneplácito de la dirección pues había abandonado
la estratégica Barranquilla y ahora era señalado como "un pequeñoburgués
de poca moral proletaria".
Estábamos en la casa-comando del M.O.I.R.
-"Quienes estemos de acuerdo con empezar esta misma noche el
montaje de Anacleto Morones, pasamos al patio de atrás, los otros se pueden
quedar sentados en esta mesa."
Eduardo, Efraim Hincapié, John Jairo Mejía, Óscar Muñoz, Jorge Villa y
yo, en la primera reunión en el patio trasero de un comando político para
fundar un nuevo grupo de teatro. Habíamos roto con el principio del centralismo
democrático: una pequeña minoría había impuesto su voluntad: ahora
despectivamente éramos llamados los del pequeño teatro, nombre que acogimos
además como homenaje a Stanislavsky y al
Teatro de Giorgio Strelher. Y ahora sí, fuera
de la égida de Don Efraín y de Don Alfonso a quienes les cedimos amable y
caballerosamente la mayoría, y ahora fuera del comando del M.O.I.R. empezamos
el montaje de la tan ansiada obra de Rulfo.
La dirección no había que discutirla: El Enano Villa apenas si cumplía
los catorce años, John Jairo se debatía entre el teatro y la Facultad de
Derecho, Óscar no tenía debate (sólo la marihuana), Efraim, el llamado Maestro,
no porque en realidad lo fuera -que no era maestro sino en el billar y en la
vagancia- sino por el personaje que había interpretado en “La Madre”, y yo que
nunca había dirigido una obra de teatro y a estas alturas ni siquiera sabía qué
era un escenario. Sólo Eduardo era el llamado por edad, dignidad y gobierno a
dirigir el nuevo grupo que habíamos fundado: Pequeño Teatro de Medellín.
Con esta hornada de celebridades comenzamos la aventura, y reza en el
acta de fundación: hacer del teatro una profesión respetada y respetable, darle
a la ciudad una temporada permanente de teatro y dotar a la naciente entidad de
una sede propia y apropiada. ¡Nada!
Medellín se debatía entre ser la capital industrial del país y la
aldea más conservadora del hemisferio occidental. La vida cultural nacía en la
misa de cinco, pasaba por el ángelus y terminaba en el rosario nocturno. La
llamada cultura paisa era y sigue siendo hoy la expresión más atrasada y
chauvinista de toda la nación. La ruana, un trapo con un hueco, prenda de una
simpleza paleolítica, los paisas la elevan a la categoría de capa; el
aguardiente, un dulcete alcohol anisado no lo bajan de ambrosía; la arepa y los
frisoles de maná; el carácter tramposo de berraquera (o verraquera) y así todo
ha sido pervertido, y justificando la
incapacidad de crear una verdadera sociedad moderna, aún en los finales del
siglo XX y continuará así en el XXI, todo en nuestra tierra es el canto lagrimero
del poeta de la raza “de una Antioquia grande”, de la nostalgia de un pasado
rupestre.
Encerrados y aislados entre montañas, para el paisa los confines del
universo son Puerto Berrío, La Pintada, Caucasia y Ciudad Bolívar. La cerrazón
mental compite con el confinamiento geográfico. Las penúltimas ideas de la
humanidad aún no han llegado a Medellín y temo que tarden en llegar.
El punto culminante de la cultura paisa lo protagonizaron los llamados
nadaístas, una horda de dementizados con pretensiones poéticas, alumnos y
sucesores del filósofo de Envigado que más pasó a la historia por usurero que
por ingenioso: escupiendo hostias, fumando marihuana y repitiendo versos de Bob
Dylan creyeron romper las ataduras ideológicas y terminaron los más de ellos de
poetas-publicistas sin que nada bueno ni malo le pasara a la timorata sociedad.
Hacer teatro en una región así no pasa de ser una osadía juvenil o una
locura cabalgante. El teatro como una de las más altas expresiones del espíritu
en donde están comprometidas todas las fuerzas y formas de la creación, exige
al menos un territorio sano y el nuestro no lo era.
Ingentes esfuerzos de solitarios nos precedieron y rotundos fracasos
nos antecedieron, pero éramos lo suficientemente jóvenes e ilusos para proponernos
hacer teatro en Medellín.
Dejemos aquí las disquisiciones socio antropológicas, porque quiero
conservar algunos amigos y volvamos a Pequeño Teatro y a enero de 1975.
Empezamos nuestros ensayos en la Universidad de Antioquia, que era un
territorio conocido y conservábamos buenos amigos de la época del teatro
universitario. Gustavo Yepes, profesor de música y hermano del más gratuito de
todos los enemigos que nos habíamos granjeado en aquel entonces nos prestaba
las llaves de su oficina-salón para que allí ensayáramos todas las noches
después de las seis de la tarde. Y realmente sí estábamos ensayando, pues no
sabíamos ni por dónde empezar. Devorábamos textos teóricos sobre técnicas
teatrales, consumíamos literatura mexicana, de la buena y de la mala y leíamos
y releíamos hasta el último estudio sobre las revoluciones mexicanas. Expertos
en Juárez, en Madero y en Hidalgo, en Zapata y Pancho Villa, en Maximiliano y
don Porfirio fuimos creando el espacio propicio para el montaje de “Anacleto
Morones”. Sólo teníamos ahora un problema: la congregación de Amula, un grupo
numeroso de mujeres que eran los personajes de la obra. Beatas llenas de mundos
femeninos, desde los eróticos hasta los del arrepentimiento y nosotros un grupo
de macho-solos para enfrentar la obra.
Pedro Arias, un joven culto y desadaptado que nunca había hecho teatro
se sumó a la tropa y con él completamos el recortado elenco para hacer, aun
doblando roles, los personajes femeninos del coro de rezanderas de Amula.
Horas y noches de trabajo, bajo la dirección de Eduardo, buscando el
tono esperpéntico de aquellos personajes tan conocidos por nosotros pero tan
complejos y lejanos. Mujeres llorosas implorando la canonización del santero
para descubrir a cada instante que no eran más que sus amantes y compinches de
trapacerías.
Era nuestro mundo: ¿quién no recordaba las tías rezanderas pueblerinas
que en cada avemaría estaban recitando los pecados juveniles en los zaguanes de
las casas o las furtivas escapadas a los solares con sus galanes que las
abandonaron por las citadinas?
Vestidos con las batas, batolas, faldas, blusas, mantillas y chales de
las tías de John Jairoque vistieron de luto desde niñas, Eduardo era la Nieves
abortosa, Jorgito, la huérfana muda; Efraim -El Maestro-, la Pancha Fregoso,
jefe de la rogativa y que terminaba acostándose con Lucas Lucatero; Óscar, la
sifilítica Micaela y yo hacía una beata igualita a mi tía Maruja, la de las
piernas gordas. Sólo se salvaron del mundo femenino John Jairo y Pedro que se
negaron al ridículo.
Suave montaje el de Anacleto, sin discusiones bizantinas, sin ningún
tinte intelectual, sólo el trabajo con el cuerpo y con la voz, sin imposturas y
casi sin actuar. Salió un producto fresco, nuevo para ese teatro contaminado de
panfleto ramplón y de artificio estético. Una obra crítica que nos enseñó a
mirar la profundidad política del teatro. Y era Rulfo.
III
El estreno de Anacleto fue un torneo. La liza: el inmenso teatro
Camilo Torres de la Universidad de Antioquia. La fecha y hora publicadas en
edictos de carteles Horche. Los contendientes: de este lado del escenario
Pequeño Teatro de Medellín y del otro furibundos moiristas. Los testigos del
duelo: el público universitario que agotó las localidades. Se cumplió con el
protocolo de este tipo de espectáculos, sonaron los tres timbres y la sala
quedó a oscuras.
Hacía tanto tiempo que no sentíamos la sensación que produce el tercer
timbre, habíamos perdido más de dos años en discusiones estúpidas. Alejados del
escenario y del mundo que nos apasionaba estallamos en abrazos y la obra
se inició con el contenido ritmo de un largo combate.
El tugurizado teatro de la de Antioquia conservaba en sus paredes los
rastros de nuestras mismas batallas estudiantiles que ahora nos correspondía
cubrir con trapos viejos que fungían de telones, con improvisados paneles que
habían sido nuestras trincheras y defensas en las largas pedreas con la policía
en la lucha estudiantil cultural más intensa que había tenido el país. En el
teatro rebotaban todavía ecos de los trémolos agudos de Amílcar Acosta, de
Marcelo Torres, de Moncayito y las consignas enfrentadas, los insultos de maoístas
a revisionistas y de todos al unísono contra los trostkistas de las asambleas
universitarias o de aquel Sexto Encuentro Nacional Estudiantil.
La dotación técnica del teatro estaba signada por una pobreza
antológica: el piso del escenario -las sagradas tablas del actor- estaba convertido
ahora en una trampa de remiendos podridos, pues el sótano del teatro permanecía
inundado desde la construcción de la universidad; por alguna razón no se dieron
cuenta de que el nivel freático estaba por encima del subterráneo por la
vecindad del río Medellín, y así el teatro, que además no tenía camerinos
ni muebles sanitarios, disponía de una cloaca inmensa en donde todos los
actores íbamos a descansar con el segundo timbre.
El equipo de iluminación para el lanzamiento de Pequeño Teatro y para el
estreno de Anacleto Morones emulaba
en desarrollo y tecnología con una máquina de moler: unos infames tarros de
galletas con bombillos de 100 vatios que a duras penas alcanzaban a confirmar
su naturaleza en aquella inmensidad de escenario y que se prendían y apagaban
de un armatoste eufemísticamente llamado control de luces.
La producción de la obra competía en boato con el destartalado teatro.
Una silla de burócrata antiguo que a nadie se la habíamos pedido prestada a
perpetuidad en el Politécnico, una red que simulaba el corral de las gallinas
de Lucas Lucatero, una esquina de chambrana campesina en macanas que para la
destreza y habilidad manual de los integrantes del nuevo grupo nos parecía una
obra de ingeniería, un teloncito de tres por tres enjalbegado a la usanza de
nuestras casas campesinas, cuatro guacales viejos y cincuenta kilos de hierba
seca recogidos en los prados de la universidad. Así como habíamos derrochado
para la escenografía fuimos mesurados para el maquillaje. En realidad los
actores necesitábamos pocos afeites, sólo John Jairo, una postiza perillita de
piel de conejo que lo hacía ver como en realidad era, un niño de diez y ocho
años disfrazado, porque las grotescas caras de los actores que interpretábamos
las congregantes de Amula, en medio de aquellos trapos originales y luctuosos,
eran un canto valleinclanesco digno de una procesión de Dolores en la Metropolitana
de Medellín.
La larga fila sudorosa de rezanderas entonando un himno con sus
desafinadas voces. Pancha Fregoso adelante y Micaela atrás bajo su desgastada
sombrilla negra, todas marcadas en el pecho y la espalda con la efigie de
Anacleto en inmensos escapularios, produjo en los espectadores una reacción de
sorpresa que se sintió en todo el teatro, primero como un suspiro, luego un
silencio, para terminar en una carcajada mezclada con un largo aplauso. Y en el
inmediato silencio, el grito de un niño de escasos dos años: “¡Mi Papá!” Era de
esperarse que fuera Gregorio, me había descubierto detrás de mi personaje
femenino y ahora hacía de primer crítico. Yo rogaba para que se lo tragara la
tierra o al menos para que Gabriela se retirara del teatro y evitar el
bochornoso comentario otra vez.
Es de justicia dar los créditos en el teatro, y todos los de esta
primera escena se los ganó el Padre Andrés, un tío mío en proceso de beatificación
quien escribió un largo himno mariano para la Virgen de Chiquinquirá y que yo
sin ningún escrúpulo, por no ser ducho en estas materias, parodié para el canto
de las congregantes de Amula. Ahora estamos en paz, Padre Andrés, para que se
acuerde de mi cuando lo canonicen; usted hizo un milagro y yo fui su siervo y
su instrumento al poner a reír por primera vez al adusto y epigramático Teatro
Camilo Torres de la Universidad de Antioquia.
La obra continuaba llena de gracia entre los improperios de Lucas,
cuñado del santero y que lo había encartado con su hija en cuyo vientre ya
traía el sagrado regalo y el desgarramiento melodramático de la moral de las
mujeres de Amula: todas se habían acostado con el santo varón y ahora buscaban
su canonización. Van desfilando, una a una, rendidas ante los denuestos de
Lucas, todas las beatas de la congregación. Sólo Pancha Fregoso resiste. Y en
la escena siguiente, obviamente sin poder hacer un amanecer por las
limitaciones técnicas, Pancha y Lucas con los rastros de una larga noche,
arreglan el desordenado gallinero en donde han tenido sus batallas, ella sin
saber que han pasado la noche sobre la tumba de Anacleto y él con la venganza
en su sonrisa recordando el día en que mató a su suegro, cuando, huyendo, vino a
reclamarle las pertenencias.
“-Eres un fracaso, Lucas Lucatero. El Niño Anacleto, ese sí que sabía
hacer el amor.”
Y con este K.O. cortaziano se desencadenó la risa en descubrimiento de
la obra y éste, en aplausos. Para nosotros en emociones desbordadas que veíamos
ahora un teatro de pie aplaudiendo hasta el cansancio y de nuevo nosotros entre
lágrimas y risas nos abrazábamos.
Con la primera luz en la platea oímos el golpetear de algunos sillas y
el desfile malhumorado de los viejos amigos del M.O.I.R. y terminados los
aplausos, Alonso Berrío abanderado intelectual y reciente héroe del paro cívico
de Bello, emprende la conocida catilinaria sobre el papel del arte en la
sociedad y la vinculación de los artistas con las organizaciones populares.
Oídos sus justos descargos, sentencia Eduardo Cárdenas: -"De ahora en
adelante los artistas vamos a hacer lo que nos dé la gana."
Y salimos para la clínica: entre escena y escena, por la premura en el
cambio de personaje me había caído al foso del teatro y raspado desde la ingle
hasta el talón, me tocó chapotear en la letrina subterránea en busca de la
lateral y aunque sentía que me había quebrado, ante los gritos
desesperados del director para empezar los rezos del segundo cuadro, salí a escena,
con la experiencia del hipernaturalismo stanislavskiano de las circunstancias
dadas en mi propio cuerpo, para interpretar el lloriquero personaje.